Hay un pájaro en mi terraza.
Acaso haya muchos pájaros. Podría no haber ninguno también. Mi terraza cuenta
con una puerta de algo que parece ser acero o chapa y tiene un vidrio opaco. La
única manera de ver que hay tras la puerta, es abrirla. Por cuestiones de esas
que uno no se plantea muy a menudo, pero que consideraremos de seguridad, esta
puerta está cerrada con llave.
Entonces, subo las escaleras,
pongo la llave en la cerradura. Doy las dos vueltas necesarias, presiono con
fuerza hacia abajo (es de esas puertas con las que hay que “jugar” para que
abran) y me sumerjo en el mundo de la terraza. Allí, inexorablemente, me recibe
un ruido de aleteo que se escapa. Intuyo, entonces, que en mi terraza hay, al
menos, un pájaro. Un pájaro que se niega a ser visto. Un pájaro que decide que
cada vez que yo cruce el umbral de esa puerta ha de darse al vuelo.
Inequívocamente mi llegada a la terraza coincide con su partida y temo que cada
vez que vuelvo a cerrar la puerta ha de regresar. Tengo mi propio Cuervo, pero
al revés. Mi pájaro ha decido posarse tras el umbral de mi puerta y no me
dejará visitarlo nunca más. No veré su sombra nunca más. No escucharé su
susurro, salvo por su aleteo partiendo por siempre. No me dirá si está aún con
vida Leonora. Un pájaro, desconozco su figura. No creo que comparta con el
Cuervo una cresta cercenada y mocha. No hay en mi terraza tampoco un busto
esculpido de Palas.
Cada vez que atravieso esa puerta
siento como perturbo la vida de mi ominoso pájaro. Cada vez que lo obligo a la
fuga me digo que ya no lo haré nunca más. Entonces, he reducido mis incursiones
a la terraza, pensando en no molestarlo. Pensando en que si no me acerco,
permanecerá en la terraza y ya no partirá… nunca más.
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