sábado, 21 de marzo de 2015

Si Hitchcock supiera

Es… he pensado en decir que es gracioso, pero creo que es más bien tragicómico. Es algo así como esas burlas del destino de las que se habla en las tragedias griegas, pero mucho más cotidiano.

 Hace no mucho tiempo divagué algunas líneas sobre la presencia (o mejor dicho la no presencia) de un pájaro en mi terraza. El ave no se dejaba ver ya que cada vez que yo subía, se daba al vuelo. Solo podía oír su aleteo, como muestra de su existencia. Comparé, en esas líneas, al ave con el Cuervo de Poe, pero en una situación inversa. A su vez, me creí un genio y leí lo que había escrito varias veces mientras me regodeaba. Usé palabras y líneas completas del poema para enriquecer la intertextualidad y mostrarme como un erudito. Mi breve escrito no me ha llevado a la fama ni dado renombre, no me ha empujado a la locura, no me ha convertido tampoco en el padre de un nuevo género literario, pero debo decir que me tenía bastante conforme. Y digo tenía porque es aquí donde se da la ironía. El tiempo ha transcurrido, como suele hacer, y han cambiado algunas cosas: fiel al nomadismo en el que fui criado, ha cambiado de morada y carezco hoy en día de una terraza. Así, ya no hay un pájaro que parta por siempre. Ya no hay miedo a molestarlo cruzando el umbral de una terraza que supo ser, pero ya no es. Ahora, en su lugar, hay un pequeño patio interno que hace a las veces de lavadero y juntadero de mugre.

Este breve y no muy bonito espacio me sorprendió hace unos pocos días con la llegada de un pequeño pájaro. Lo vi una mañana cuando desperté y abrí la cortina: estaba inmóvil debajo de una banqueta. Me acerque, tentativo. Corrió presuroso hacia la otra esquina del patio, a refugiarse bajo la pileta. Volví a acercarme, con más decisión, intentando que el ave se diera al vuelo, mas repitió la acción con sentido inverso: nuevamente, se quedó bajo la banqueta. Empecé a pensar, tras ver un fallido aleteo, que el ave podría estar herida o maltrecha – por no decir cercenada y mocha – y me preocupó su imposibilidad para abandonar mi patio. Fantaseé escenarios en los que el pájaro habría perdido su nido y moriría de hambre, sin poder volar. En estas tristes reflexiones me encontraba embebido cuando note que debía partir a cumplir con mis deberes laborales.

Por la noche, lo primero que hice al regresar fue asomarme a la puerta/ventana que da al patio para ver si el ave se había dado al vuelo. La encontré sentada bajo la pileta, lugar en el que decidió pasar la noche. Parecía asustada. No creo que haya dormido mucho más que yo, seguramente ambos con temor por el futuro. Seguramente ambos compartiendo pesadillas de un porvenir incierto.

La mañana me encontró con un plan: si el pájaro sigue ahí, hay que alimentarlo. Alacena de por medio, partí una galleta de arroz en migajas y se las lancé. Asustado, corrió por el patio. Trate de ser más delicado y arrojar las migas más despacio y lejos de su cuerpo, pero el ave huía despavorida. Me di cuenta que mi rol de madre proveedora fallaba. Abandoné el patio con tanta tristeza y frustración como convencimiento de que el ave no podía volar y moriría de hambre.

Grata fue mi sorpresa cuando al mediodía divisé a mi pequeño cuervo sentado en una maceta que tengo en el patio a una altura de aproximadamente un metro del suelo. Tal vez estaba dando sus primeros pasos hacia el vuelo. Tal vez estaba buscando reemplazar su nido. Pensé que tal vez se acercaba la hora de encontrar la manera de tomar al pájaro para sacarlo manualmente a la calle. Me aterré con la idea de arrojarle una toalla encima para poder detenerlo y agarrarlo. Con este escozor en el alma, a trabajar.

Por la noche, el ave estaba a la altura de la medianera que separa mi patio del de la vecina, dos metros de altura. Mitad de camino de los cuatro metros de la pared del fondo del patio. ¡El ave puede! Sabía que tenía que esperar y no preocuparme. Vuela. Volará. Trate de darme confianza con varios de estos pensamientos. Mejor lo dejo tranquilo, no voy al patio y se va a ir.

Por la tarde, la situación cambió radicalmente: el pájaro había llegado a la pared de fondo, al límite que lo saca del perímetro de mi patio y mi edificio, pero no estaba solo. Un pájaro levemente más grande lo acompañaba y parecían jugar juntos en los cuatro metros de altura de un muro de no más de veinte centímetros de ancho.

Luego de un rato, las dos aves decidieron dar un paseo por el pequeño techo/toldo de chapa del patio de la vecina. Las miré con una ternura que se acrecentó cuando una de ellas se sentó sobre una de esas chimeneas que se usan para dejar escapar los humos de un calefón o una estufa. Me pareció una elección graciosa. Me sentí, de repente, acompañado. Mis fantasías de hambre, muerte e incapacidad de vuelo se disiparon, reemplazadas por escenarios mucho más felices donde los pájaros me elegían y yo los elegía a ellos; donde charlábamos en el patio mientras yo les daba migas de galleta de arroz directo en el pico; donde caminábamos juntos por la calle, ellos reposando en mis hombros y yo sintiéndome San Francisco de Asís.


Fantasías, sólo eso y nada más. Me retracto: no es gracioso ni tragicómico.  Las aves han vuelto a la altura del muro, donde reposan hace días. Caminan a veces de un lado a otro e incluso hacen algunos aleteos, acaso jugando entre ellas. No han vuelto a bajar, ni al patio, ni a las macetas, los techos o las chimeneas. Vigilan mi patio desde la altura. Me miran, cuando me acerco a la ventana. Me miran y acaso me reprochan la poca hospitalidad durante su breve visita. Ante su mirada, trato de no salir mucho al patio; cuelgo y descuelgo la ropa con un apuro inédito. Escucho, desde el comedor, como con cada leve aleteo, arrojan unas pequeñas piedras que rebotan contra el techo de chapa de mi vecina y aterrizan en mi patio. Escucho, con temor, como me lanzan esas pequeñas piedras, recordándome su odio. Recordando que no han de perdonarme, nunca más.