Con el último dejo de esperanza
dije: “Un solo tipo puede con toda esta tristeza”. ¿Lo dije o solamente lo
habré pensado? ¿O acaso lo habré dicho pensando que en realidad no lo pensaba?
Porque, en efecto, el último dejo de esperanza tiene que traer consigo la
desesperanza. Y aquello que trae aparejada la desesperanza, no puede ser un
último dejo de su eterna enemiga. El último dejo de esperanza, por lógica, no
existe.
Tal vez las cosas sean más graves,
dije entonces. Dije y pensé. Tal vez todo esto que pasa sea genuinamente grave.
A veces las tristezas deciden instalarse, cual huésped que no es bienvenido,
sin ánimos de querer partir. Puede que sea peor aún. Las leyes dicen que
después de una cantidad de años de ocupación efectiva se otorga título de
propiedad. ¿Cuánto espera una tristeza antes de hacer valer sus derechos?
Cuestión que me dije, o dije, o
pensé o me pensé que solamente una persona podía hacer frente a tanta tristeza.
Sé que esa persona no puede haberme oído, o al menos no físicamente. Sé que es
imposible pero, evidentemente, este hombre ha de ser omnipotente. Porque yo sé
que sin escucharme, este tipo me había oído. Había oído a miles que cuentan con
él casi exclusivamente para aplacar sus miserias. Hay centenares de fieles de
este hombre que domingo a domingo le imploran y ruegan. Y el tipo todos los
domingos baja de su Olimpo a regalarnos un poquito de alegría; a darnos unas
pinceladas de belleza. Viene y se abraza imaginariamente con todos sus fieles y
peregrinos. Les dice que, al menos por un rato, todo es posible. Dice y predica
con el ejemplo. Predica y muestra que con un par de zapatazos puede hacer arder
los corazones.
Él recibe un pase intrascendente
a tantos metros del arco como kilómetros de su casa y lo convierte en un grito.
En miles de gritos. Y no, ojo. No son los tres puntos. No. Todos sabemos que
esos tres puntos no son nada. No sirven para nada. Es la alegría de saber que
quiere seguir regalándonos belleza. Es la pequeña victoria sobre los mercaderes
y sus sicarios (palabra de moda) en la prensa.
El tipo acomoda una pelota,
acomoda a propios en una barrera ajena, reclama, parece ofuscarse, parece
frustrarse. Hace creer que, en su frustración, mandará la pelota a la tribuna.
¡Por favor! La pelota lo quiere, tanto como él a ella. La pelota quiere ir a
donde él la quiera llevar.
La cuelga del ángulo. Pero la
cuelga, eh. Perfecta. En el vértice más vértice del arco que da al Riachuelo.
Vea los videos si no me cree. Es más, busque otros videos y cuénteme cuando fue
la última vez que una pelota tuvo la suerte de visitar ese ángulo.
Y los tres puntos, como le digo,
no importan: cuando River meta el segundo, ellos festejarán, cargarán y acaso
saldrán campeones. No importa. Cuando uno ve tanto fútbol, ya ganó. Cuando uno
lo ve a este muchacho en una cancha, se siente un niño; un niño mirando una de superhéroes.
Un niño con el nerviosismo que le genera el suspenso aparente de no saber si
los villanos matarán al héroe. Aparente, porque el niño sabe que nada malo ha
de suceder. Aparente, porque la agarra Román y vibramos. La agarra Román y
sabemos que si la pierde es con falta. Cambia de frente y sabemos que le cae en
el pie a uno nuestro. La acomoda Román y ya nos podemos ir parando a aplaudir.