lunes, 28 de abril de 2014

Quedamos los que puedan sonreir III

Con el último dejo de esperanza dije: “Un solo tipo puede con toda esta tristeza”. ¿Lo dije o solamente lo habré pensado? ¿O acaso lo habré dicho pensando que en realidad no lo pensaba? Porque, en efecto, el último dejo de esperanza tiene que traer consigo la desesperanza. Y aquello que trae aparejada la desesperanza, no puede ser un último dejo de su eterna enemiga. El último dejo de esperanza, por lógica, no existe.

Tal vez las cosas sean más graves, dije entonces. Dije y pensé. Tal vez todo esto que pasa sea genuinamente grave. A veces las tristezas deciden instalarse, cual huésped que no es bienvenido, sin ánimos de querer partir. Puede que sea peor aún. Las leyes dicen que después de una cantidad de años de ocupación efectiva se otorga título de propiedad. ¿Cuánto espera una tristeza antes de hacer valer sus derechos?

Cuestión que me dije, o dije, o pensé o me pensé que solamente una persona podía hacer frente a tanta tristeza. Sé que esa persona no puede haberme oído, o al menos no físicamente. Sé que es imposible pero, evidentemente, este hombre ha de ser omnipotente. Porque yo sé que sin escucharme, este tipo me había oído. Había oído a miles que cuentan con él casi exclusivamente para aplacar sus miserias. Hay centenares de fieles de este hombre que domingo a domingo le imploran y ruegan. Y el tipo todos los domingos baja de su Olimpo a regalarnos un poquito de alegría; a darnos unas pinceladas de belleza. Viene y se abraza imaginariamente con todos sus fieles y peregrinos. Les dice que, al menos por un rato, todo es posible. Dice y predica con el ejemplo. Predica y muestra que con un par de zapatazos puede hacer arder los corazones.

Él recibe un pase intrascendente a tantos metros del arco como kilómetros de su casa y lo convierte en un grito. En miles de gritos. Y no, ojo. No son los tres puntos. No. Todos sabemos que esos tres puntos no son nada. No sirven para nada. Es la alegría de saber que quiere seguir regalándonos belleza. Es la pequeña victoria sobre los mercaderes y sus sicarios (palabra de moda) en la prensa.

El tipo acomoda una pelota, acomoda a propios en una barrera ajena, reclama, parece ofuscarse, parece frustrarse. Hace creer que, en su frustración, mandará la pelota a la tribuna. ¡Por favor! La pelota lo quiere, tanto como él a ella. La pelota quiere ir a donde él la quiera llevar.

La cuelga del ángulo. Pero la cuelga, eh. Perfecta. En el vértice más vértice del arco que da al Riachuelo. Vea los videos si no me cree. Es más, busque otros videos y cuénteme cuando fue la última vez que una pelota tuvo la suerte de visitar ese ángulo.


Y los tres puntos, como le digo, no importan: cuando River meta el segundo, ellos festejarán, cargarán y acaso saldrán campeones. No importa. Cuando uno ve tanto fútbol, ya ganó. Cuando uno lo ve a este muchacho en una cancha, se siente un niño; un niño mirando una de superhéroes. Un niño con el nerviosismo que le genera el suspenso aparente de no saber si los villanos matarán al héroe. Aparente, porque el niño sabe que nada malo ha de suceder. Aparente, porque la agarra Román y vibramos. La agarra Román y sabemos que si la pierde es con falta. Cambia de frente y sabemos que le cae en el pie a uno nuestro. La acomoda Román y ya nos podemos ir parando a aplaudir.

domingo, 20 de abril de 2014

Que no haya nada, entonces.


Cuando uno está solo parece haber más tiempo. Hay tiempo para para divagar, para pensar, para hacer. Tiempo de sembrar y de cosechar, como quien dice. Cuando uno está solo, los momentos son más largos y entonces nos permitimos más análisis y más estudio. Cuando uno está solo, puede tomarse ciertas licencias y darse ciertos gustos que la compañía no vería con buenos ojos. Cuando uno está solo, sólo se necesita coincidir con uno mismo. Se puede ser realmente quien uno es. Sin máscaras, sin caretas, sin medias tintas.

Cuando uno está solo puede cultivarse en las artes. Vivir mil vidas, soñar despierto. Cuando uno está solo las opciones son infinitas y entonces el mundo le pertenece. Puede uno ser eléctrico o parsimonioso y no recibir por ello ninguna crítica, reclamo o pedido. Se puede ser obsesivo o desinteresado, o ambas al mismo tiempo. No hace falta cercenarse de ningún modo.


Cuando uno está solo puede pensar y escudriñar todo lo que ha hecho. Puede ver todos los errores. Puede llorar por todo lo que ha perdido. Puede uno ser un árbol y morir de pie. Puede consumirse en la tristeza, lentamente, como un fuego que se apaga. Un fuego que lentamente deja de alumbrar y dar calor. Cuando uno está solo no se puede amar, más que en silencio, y eso es morir. La felicidad solo es real si es compartida.

viernes, 11 de abril de 2014

Quedamos los que puedan sonreir (bis)

Llega un momento en el que no puede haber vuelta atrás. Hay ciertas cosas que no tienen retorno. Cuando una fuerza ha logrado ciertas conquistas, no puede simplemente hacerse de cuenta que nada ha ocurrido y borrar todo con el codo. Lo saben y lo sabemos. Lo saben todos los actores de este gran circo. Ellos saben que van a necesitar mucho codo para borrar todo lo que ha sido escrito. Entonces tienen sus reuniones secretas y piensan en artilugios y se dicen que el tiempo nos hará olvidar. Se sonríen pensando que cosas como esta ya han sucedido y han podido seguir adelante. Se sonríen y creen que todo puede cambiar menos ellos.

Pero olvidan algunos detalles. Olvidan que no hay codos que alcancen para borrar ciertas luchas y ciertas conquistas. Olvidan cuánto se ha sufrido, cuánto se ha llorado, cuánto se ha reido y celebrado. El sufrimiento, el llanto, la risa y la alegría han de ser cuatro de los sentimientos más fuertes del hombre. Y ellos no saben lo que provocan, ni a dónde pueden impulsarnos. No lo saben por su incapacidad de sentir. Ellos no sienten, como sentimos nosotros. Ellos se reúnen y planean estrategias, que luego han de firmar en un sinfín de papeles que rubriquen su miseria. Y con lo único que pueden contar es con sus mentiras y su prensa embustera para tratar de confundirnos o hacernos olvidar. Pero todo está guardado, sí. No pueden quitarnos las madrugadas sin dormir. No pueden quitarnos las tardes de domingo. No pueden quitarnos las noches sufridas a la distancia.


Llega un momento en el que no puede haber vuelta atrás. El sufrimiento, el llanto, la risa y la alegría nos han unido. Nos han hecho amar. Y todos bien sabemos que solo desde el amor pueden tomarse las decisiones acertadas. Ellos pueden planear y pergeñar. Aquí estaremos, llenos de amor, coreando tu nombre, sufriendo con vos, riendo con vos, deleitándonos con cada enganche, cada pisada, cada cambio de frente y cada tiro libre. 

miércoles, 2 de abril de 2014

No hay treguas de nepente

Hay un pájaro en mi terraza. Acaso haya muchos pájaros. Podría no haber ninguno también. Mi terraza cuenta con una puerta de algo que parece ser acero o chapa y tiene un vidrio opaco. La única manera de ver que hay tras la puerta, es abrirla. Por cuestiones de esas que uno no se plantea muy a menudo, pero que consideraremos de seguridad, esta puerta está cerrada con llave.

Entonces, subo las escaleras, pongo la llave en la cerradura. Doy las dos vueltas necesarias, presiono con fuerza hacia abajo (es de esas puertas con las que hay que “jugar” para que abran) y me sumerjo en el mundo de la terraza. Allí, inexorablemente, me recibe un ruido de aleteo que se escapa. Intuyo, entonces, que en mi terraza hay, al menos, un pájaro. Un pájaro que se niega a ser visto. Un pájaro que decide que cada vez que yo cruce el umbral de esa puerta ha de darse al vuelo. Inequívocamente mi llegada a la terraza coincide con su partida y temo que cada vez que vuelvo a cerrar la puerta ha de regresar. Tengo mi propio Cuervo, pero al revés. Mi pájaro ha decido posarse tras el umbral de mi puerta y no me dejará visitarlo nunca más. No veré su sombra nunca más. No escucharé su susurro, salvo por su aleteo partiendo por siempre. No me dirá si está aún con vida Leonora. Un pájaro, desconozco su figura. No creo que comparta con el Cuervo una cresta cercenada y mocha. No hay en mi terraza tampoco un busto esculpido de Palas.


Cada vez que atravieso esa puerta siento como perturbo la vida de mi ominoso pájaro. Cada vez que lo obligo a la fuga me digo que ya no lo haré nunca más. Entonces, he reducido mis incursiones a la terraza, pensando en no molestarlo. Pensando en que si no me acerco, permanecerá en la terraza y ya no partirá… nunca más.