sábado, 24 de diciembre de 2011

Tocarte ni en canciones...

*A quien siempre, de una u otra manera, inspira y es razón de todos los escritos


Él nunca había creído mucho en nada. Y no hablo de su ateísmo – que también tenía, eh – sino que hablo de un montón de distintas cuestiones. El nunca creyó en los pañuelos de papel, por ejemplo. No sabía usarlos, supongo. Se deshacían, no sabía hasta que punto era “guardable” o “tirable” determinado pañuelo. Siempre mostró una clara preferencia por los pañuelos de tela. Una situación similar se daba con las servilletas. Nunca creyó en los paraguas. Le resultaban uno de los peores inventos de la humanidad. Una molestia constante. No podía creer que al día de hoy nadie hubiera inventado nada mejor que un paraguas. No creía en los trajes ni las corbatas. Le parecía que eran un invento para intentar ocultar algo y poder quedarse con cosas de otra gente. Por motivos similares, descreía de los zapatos. No creía en una infinidad de cuestiones. Tampoco creía en diversas variables esotéricas en las que mucha gente no cree, como la astrología, la numerología, el zodiaco, la reencarnación, el espiritismo. No creía hasta que un día pasó algo increíble y no quedó más remedio que empezar a creer (al menos en algunas cosas).

Un día, un martes por la mañana, su alma decidió abandonar su cuerpo para ir a instalarse a la puerta de una casa cerca de una esquina de otro barrio. Su alma abandonó su Caballito querido y se fue. No, no murió. Su cuerpo siguió viviendo la misma vida de siempre, con las alteraciones propias de quien carece de alma: días grises, risas mentirosas, una suerte de parsimonia enajenada. Y su alma se dedicó al llanto y la espera, en el cordón de esa vereda de otro barrio. Su alma la esperaba a Ella. Pensó que no tendría que esperar mucho tiempo, puesto que con ese motivo justamente había ido a la puerta de su casa. Sin embargo, cuando ella llegó ese mismo martes por la tarde, no notó allí la presencia de ningún alma. La pasó por alto. El alma se puso de pie, frunció el seño, se enfureció, vociferó y se sentó nuevamente a esperar al otro día, cuando ella tendría que salir nuevamente.

La mañana del miércoles, cuando ella partió hacia su vida diaria, el alma dormía, por lo que el encuentro fue nuevamente trunco. El alma, al despertar, entendió inmediatamente que esto había sucedido y decidió esperar nuevamente a la tarde. Pero la situación fue la misma. Ella llegaba, llave en mano, subía los dos pequeños peldaños, giraba la llave en la cerradura y empujaba la pesada puerta que daba ingreso a su edificio. No veía allí ningún alma. No notó, nunca, al alma que allí pasa las horas, esperando ser vista, esperando poder volver a ocupar un cuerpo ahora vacío, lleno de sinsentidos. Un alma que empezó, por la fuerza, a creer en muchas cosas y a su vez tuvo que aprender a dejar de creer en lo poco que creía.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Los Miercolinos

Los que saben dicen que hoy es miércoles. Yo no les creo, pero lo sostienen. Llegado el caso, lo afirman con vehemencia y hasta furia. Parece como si tuvieran un cierto miedo a que no sea miércoles. He meditado al respecto y si bien no logro dar con una conclusión que me cuadre como definitiva, he desarrollado algunas hipótesis.

La primera posibilidad que barajé es que, tal vez, el miércoles sea un día muy importante en la vida de quienes lo afirman como tal (podemos referirnos a ellos como Miercolinos ya que Miercolistas no tiene el mismo sabor sonoro). Automáticamente, intenté dilucidar las virtudes que podría llegar a tener el miércoles por sobre otros días. Aquí tropecé con el primer escollo. El miércoles no corre con la ventaja de proximidad al sábado inherente a jueves y viernes. Tampoco cuenta con la esperanza de nuevo comienzo y energía renovada de un lunes, que si bien da comienzo a la rutina, permite el reencuentro con colegas y compañeros. Así, el miércoles solo puede ostentar cierta ventaja – en el mejor de los casos – con respecto al martes. No parece éste motivo suficiente para la encarnizada defensa que hacen los Miercolinos.

Otra posibilidad es el miedo a la pérdida. Lamentablemente – y es aquí necesario ser claro sobre el carácter de lamentable de las cuestiones a ser mencionadas – en la era de la inmediatez, cada minuto parece contar. Todo es instantáneo y, por consiguiente, los instantes son preciados. Entiendo que el lector no comparte esa filosofía, puesto que de hacerlo ya hubiera abandonado la lectura; pero le pido que intente imaginar lo que podría llegar a sentir un Miercolino instantista si se viera forzado a renuncia al miércoles para aceptar que es, en realidad, jueves y ha perdido millones de invaluables e irrepetibles instantes. El Miercolino podría verse empujado al suicidio. Por otra parte, debe reconocerse que si en lugar de ser jueves, el día fuera martes el Miercolino ganaría todos esos instantes. Cabe aquí postular, entonces, que o el Miercolino carece del coraje necesario para apostar un día entero a cara o cruz o que este tampoco es el motivo de la fundación de este reaccionario grupo defensor de los miércoles.

Al haber descartado estas variantes, creo haber dado con algún motivo un tanto más probable: el Miercolino, al igual que la mayoría de los humanos, añora la perfección. El error, y más tratándose de un error tan elemental como puede ser la confusión en el día – ni siquiera en el número – es inaceptable.

Es esta la cuestión que me resulta particularmente reprobable. Uno puede, claramente, equivocarse en el día y creer que un jueves es un miércoles, y más aún si uno es un Miercolino empedernido, pero no aceptar el error es algo triste. La necedad es condenable.

Ah, por cierto, miércoles 7 de diciembre de 2011.