*A quien siempre, de una u otra manera, inspira y es razón de todos los escritos
Él nunca había creído mucho en nada. Y no hablo de su ateísmo – que también tenía, eh – sino que hablo de un montón de distintas cuestiones. El nunca creyó en los pañuelos de papel, por ejemplo. No sabía usarlos, supongo. Se deshacían, no sabía hasta que punto era “guardable” o “tirable” determinado pañuelo. Siempre mostró una clara preferencia por los pañuelos de tela. Una situación similar se daba con las servilletas. Nunca creyó en los paraguas. Le resultaban uno de los peores inventos de la humanidad. Una molestia constante. No podía creer que al día de hoy nadie hubiera inventado nada mejor que un paraguas. No creía en los trajes ni las corbatas. Le parecía que eran un invento para intentar ocultar algo y poder quedarse con cosas de otra gente. Por motivos similares, descreía de los zapatos. No creía en una infinidad de cuestiones. Tampoco creía en diversas variables esotéricas en las que mucha gente no cree, como la astrología, la numerología, el zodiaco, la reencarnación, el espiritismo. No creía hasta que un día pasó algo increíble y no quedó más remedio que empezar a creer (al menos en algunas cosas).
Un día, un martes por la mañana, su alma decidió abandonar su cuerpo para ir a instalarse a la puerta de una casa cerca de una esquina de otro barrio. Su alma abandonó su Caballito querido y se fue. No, no murió. Su cuerpo siguió viviendo la misma vida de siempre, con las alteraciones propias de quien carece de alma: días grises, risas mentirosas, una suerte de parsimonia enajenada. Y su alma se dedicó al llanto y la espera, en el cordón de esa vereda de otro barrio. Su alma la esperaba a Ella. Pensó que no tendría que esperar mucho tiempo, puesto que con ese motivo justamente había ido a la puerta de su casa. Sin embargo, cuando ella llegó ese mismo martes por la tarde, no notó allí la presencia de ningún alma. La pasó por alto. El alma se puso de pie, frunció el seño, se enfureció, vociferó y se sentó nuevamente a esperar al otro día, cuando ella tendría que salir nuevamente.
La mañana del miércoles, cuando ella partió hacia su vida diaria, el alma dormía, por lo que el encuentro fue nuevamente trunco. El alma, al despertar, entendió inmediatamente que esto había sucedido y decidió esperar nuevamente a la tarde. Pero la situación fue la misma. Ella llegaba, llave en mano, subía los dos pequeños peldaños, giraba la llave en la cerradura y empujaba la pesada puerta que daba ingreso a su edificio. No veía allí ningún alma. No notó, nunca, al alma que allí pasa las horas, esperando ser vista, esperando poder volver a ocupar un cuerpo ahora vacío, lleno de sinsentidos. Un alma que empezó, por la fuerza, a creer en muchas cosas y a su vez tuvo que aprender a dejar de creer en lo poco que creía.
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