lunes, 22 de abril de 2013

Babel, uno


¿Cómo y por qué llega el escritor a su texto? Hoy por hoy, no sabría decirlo. Yo he llegado a este escrito de la peor manera. Me enfrento a la hoja sin saber que decir. Tal vez lo mejor, entonces, sería quedar callado y no escribir. Pero no solo son impulsos a decir cosas… no solo son impulsos de vida los que llevan a la escritura. Hay impulsos mucho más oscuros. No sé qué decir.

Remember when you were young? You shone like the sun…

Hoy me encontré, de sopetón, con mi pasado. De forma totalmente inesperada y mientras pasaba por Guardia Vieja y Salguero – en un recorrido casi habitual – el pasado agarró una maza y me la partió por la cabeza. Quedé paralizado mirando la ventana de un balcón y un cuarto donde supe pasar grandes momentos de mi juventud. Una ventana que una vez tuvo pegado un pequeño corazón colorado y de un material gelatinoso, con el que yo jugaba en la oscuridad de un cuarto solo alumbrado por el amor adolescente. Yo apretaba el corazón con el índice derecho, mientras mi mano izquierda acariciaba el pelo o espalda de mi compañera.

Traté de sacudirme la imagen de la cabeza con un movimiento rápido y seguir caminando.

Yes, I walk around somehow, but you have killed me.

Pensé que ya habría pasado, mas la imagen del pequeño corazón colorado parece haber vuelto para quedarse. Me veo, una y otra vez, inmóvil en Guardia Vieja y Salguero, con la cabeza partida por un mazazo. Inmóvil, mirando la ventana, mirando al pasado, mirando al amor que ya no es.

Ni el recuerdo los puede salvar, ni el mejor orador conjugar.

Definitivo, como un punto final. Rotundo, como ese “hacé lo que quieras” que te decían tus viejos. Esa frase que te quedaba picando en la cabeza y te hacía saber que, hicieras lo que hicieras, seguro que no iba a ser lo que querías.

Cold as a razor blade, tight as a tourniquet, dry as a funeral drum.

De hecho, me velé en vida en ese momento. Es resto de mi día fu un cuento del mejor realismo mágico de García Márquez o Jorge Amado. Morí ahí y después seguí mi día naturalmente, como para poder volver a morir ahora escribiendo y además poder verme muerto. Verme mirando la ventana, imaginando que todavía tenía pegado un corazón colorado

Now there’s a look in your eyes, like black holes in the sky…

Desconcierto. No puede haber nada peor para alguien tan obsesivo.  La incapacidad de tener control sobre algunas situaciones de la vida es desquiciante. Una incomodidad dual que paraliza y al mismo tiempo obliga a moverse en búsqueda de algo. Y el mazazo. Y el corazón colorado. La ventana. El amor. La espalda. El pasado.

Te diría que estoy muerto, mi amor. Eso es lo que te diría. 

sábado, 20 de abril de 2013

A los 28...


Pareciera que van 28 minutos del segundo tiempo. Pareciera que el otro equipo está más que conforme con el empate. Pareciera digo, porque ¡vaya uno a saber qué pasa por la cabeza de los jugadores del otro equipo! ¡Vaya uno a saber qué hablaron en el vestuario! ¡Vaya uno a saber qué les pidió el técnico! Habría que ver, incluso, si no están jugando motivados por tentadoras ofertas de otros equipos.
Pareciera que van 28 del complementario y el otro equipo se ha cerrado herméticamente. Puedo tocar y tocar en la mitad de la cancha. Puedo mover la pelota de un lado a otro, pasando por mis cuatro volantes, mas será imposible filtrar una bola. Se han abroquelado como un bloque de hormigón. Parecen ser, realmente, impenetrables.

Y van 28 minutos del segundo. Mis jugadores saben que el tiempo apremia. Sabemos que queda poco. Pareciera que el otro equipo también lo sabe y juega, entonces, con nuestra desesperación: nos entrega la tenencia del balón y nos encarga la propuesta creativa. Saben que cualquiera de nuestros intentos se verá frustrado en alguna de sus férreas líneas. Así, descansan tranquilos en nuestra inutilidad; en nuestra inoperancia. Que quede claro: no tenemos el balón por nuestras bondades propias, sino únicamente porque los rivales han decidido que así sea; porque nos lo han entregado.

Mis jugadores miran al banco de suplentes. Miran al banco esperando la salvación. Miran como los niños miran a los padres cuando saben que no pueden con algo y esperan que se los rescate de algún brete. Mis jugadores miran al banco, para encontrarse con el gesto rendido del técnico. Las manos en los bolsillos y la cabeza gacha, este pobre hombre mira, a su vez, a los suplentes y piensa en quién puede entrar ahora que las papas queman. Mira a los suplentes lentamente, uno a uno y esboza una leve sonrisa al llegar al último… No, no no. El último suplente no es Riquelme, Maradona o Messi. No. Llega al último suplente y esboza la sonrisa de quien se sabe derrotado. Entonces vuelve a mirar al campo, a los jugadores que, cual niños, lo siguen esperando y les hace un gesto de “tranquilos muchachos, que hay tiempo”.

La gente también entiende lo que está sucediendo. “¡28 del segundo viejo, tenemos que ganar cueste lo que cueste!” Entonces, desde algún lugar, sacan la fuerza necesaria para hacer lo que deben hacer. Alientan y gritan como si no hubiera mañana. Es que para el hincha no hay mañana. El hincha ya mira el partido sin posibilidades: nada de lo que suceda en el campo depende de él y entonces decide pensar que lo que debe hacer es alentar al equipo con todas sus fuerzas. Y gritan. Y gritan. Queman sus gargantas en cánticos desaforados que parecen llevar al equipo adelante. Parecen.

Una suerte de furia recorre el estadio. Mis jugadores parecen querer sacudirse el letargo, volver a enarbolar sus banderas, romper el tedio. Sin embargo, puede verse en sus rostros, puede escucharse en el latir de sus corazones ese resto de duda. Ese pequeño espacio de sus almas que les recuerda que van 28 minutos del segundo tiempo, que tal vez ya sea demasiado tarde. Ese hueco lleno de miedo que los paraliza y les dice que no tiene sentido avanzar. Nuevamente, la búsqueda guía sus miradas al banco de suplentes. Y nuevamente, “tranquilos, que hay tiempo” de parte del entrenador.

Los jugadores, sin embargo, pueden parecer tontos, pero no lo son. Todo el estadio sabe que el reloj marca 28 minutos del segundo tiempo y que todo está por terminar. Han todos de seguir esperando que se dé un milagro; que un jugador se ilumine. Que alguien frote la lámpara y surja repentinamente la magia que ha sido esquiva durante todo el partido. Pero sin Riquelme, Maradona o Messi, es poco probable que veamos algo de magia.