sábado, 20 de diciembre de 2014

La Luz

Uno piensa que está abandonando los lugares oscuros, los agujeros negros. Uno pretende llenarse de color, de luminosidad. Uno pone la música bien fuerte y canta, grita. Uno sonríe. Y ahí viene Edesur, para recordarle a uno que no todo está ganado, ellos vienen a ofrecer su mierda. Entonces  uno la toma, y nuevamente se llena de oscuridad, de agujeros negros. El color se disipa y la única luminosidad posible es el rojo de unos ojos encolerizados. El único canto es el ruido de los golpes de la cuchara de metal contra la cacerola. Uno odia. Odia mucho y odia con razón. Nadie debería vivir es las tinieblas.


Tengamos cuidado. Nadie debería, pero hay mucha gente que lo hace. Mucha gente en todo el mundo y mucha gente en nuestro país vive sin luz, vive sin agua, vive sin comida. Mucho mundo (aunque para nosotros el mundo sea la Europa Occidental) vive sin vida. Recordemos esto. Hagámoselo saber a nuestros ojos encolerizados. Recordémonos esto. O no. Mejor: mintámonos. Sí, digamos que en realidad batimos nuestras cacerolas porque ningún ser humano debiera vivir sin luz. Digamos algo de Mandela, sí. Seamos grandes. Seamos los héroes. Copemos las esquinas de Palermo y Caballito en nombre de aquellos que no son oídos. Ah no. No no. Pará que ahí vuelve la luz.


Sí. Quedese tranquilo, lo sé. Hay miles de aristas que estoy dejando de lado. Pero no, ojo. No me tilde de liviano. Yo escribo esto con la batería que le queda a mi computadora. No, ¡no me hago el mártir hombre! Le estoy diciendo que tengo computadora. Entiendame. Lo que le digo es que yo, y usted que lee esto, somos afortunados. Por empezar yo sé escribir y usted sabe leer, que no es poco. Ambos tenemos una computadora, desde la cual escribimos y leemos. Aparentemente, ambos tenemos una conexión a internet (sí, no funciona en este momento que yo escribo, pero sí funciona en este momento que usted lee). Yo escribo sin luz, desde un barrio de Palermo. Y no me falta el instinto asesino. No dejo de pensar que saldría a la calle a matar gente porque me cortaron la luz. Y después me pregunto, ¿a qué gente tengo que salir a matar? Las respuestas lloverán y serán bastante distintas en función de su posición en el arco político. Digamos, pueden ir desde que “hay que acabar con la corrupción” a “no hay que hacer nada porque en realidad tenemos luz” pasando por “la luz es de los opresores” o “lo natural es vivir con luz solar”. Lo importante, a mi forma de ver (que claramente no comulga con ninguna de esas cuatro posturas) es hacerse cargo de esas ideas que uno sostiene. Buen hombre, no salga a la calle a hacerse escuchar por los que no son oídos. Salga a la calle, diga fuerte y claro “Me cago de calor, no tengo agua. Quiero mi aire acondicionado. Se me arruinan las cosas de la heladera”. Digalo. Digalo claro. Está en todo su derecho de decirlo. Pero no me hable de “la gente” o “el pueblo”. Usted no es la gente, ni yo tampoco. No somos el pueblo.


Nadie debería estar sin luz. ¿Y qué hacemos para que eso pase? Le digo lo que hacemos: hacemos un cacerolazo. Pedimos que Cristina y Macri (y cualquier gobernador de turno, hablo de Macri porque es el que me corresponde) nos solucionen el problema con urgencia y si no que se vayan. ¡Si no saben gobernar que se vayan! ¿Acaso para que les pagamos sus salarios con nuestros impuestos? ¿Para que se nos rían en la cara? Es una variante. Yo prefiero pensar que la luz debiera ser un recurso indispensable y, por tanto, de todos. Yo digo que si edesur, edenor y quien corresponda nos tuvieran un poquito de miedo, ya hubieran invertido todo eso que no invierten para que usted, yo y el pueblo tengamos luz. ¿Sabe por qué no invierte? Porque no tiene miedo. No tiene por qué tenerlo.  La temperatura bajará. La luz volverá, nacerá Cristo y todos habremos olvidado todo. Encenderemos el aire acondicionado y el televisor y buscaremos alguna otra lucha para dar por los desvalidos. Una inundación nos vendría bien. Esas cosas sí que nos hacen buenos. (Vayámonos a la mierda, usted y yo, que es lo que merecemos)

viernes, 19 de diciembre de 2014

Yo no sé qué estaba haciendo cuando murió Cobain. Yo no estuve en la plaza en 2001. Yo nunca fui a recitales de los stones ni de los redondos. No había nacido cuando volvió la democracia. Nunca creí en la llegada del hombre a la luna. No vi ningún partido importante de futbol en vivo. No sé lo que es New York. Yo nunca fui a París. Era muy chico para entender la embajada. Si recuerdo lo de las torres es solo porque ese día no había clases. De los días que invadieron países (de los varios días) tampoco me acuerdo.

Y así como dije Cobain le podría nombrar a cualquiera. Cercano o lejano. No tengo presente el momento de la muerte de Sandro, Cerati, La Negra, Jackson, Alfonsín, El Chavo. No es un tema de distancia temporal y mala memoria, no. No me acuerdo ni de los hitos más cercanos.

Me acuerdo – y me acuerdo patente – del día que me dijeron que había muerto mi abuela. Y hablando de cuestiones temporales, fue hace más de 15 años. Y me lo acuerdo a cada rato, y con una claridad deslumbrante. Llevaba yo una semana viviendo en la casa de un hermano elegido; de mi único hermano. Vivía yo, por esa semana, con una familia que me ha otorgado el azar. Con mi otra familia. Y, claro, era muy chico como para darme cuenta que estaba viviendo con ellos porque se moría mi abuela. No lo supe hasta que vinieron y me dijeron. No lo supe, flor de pelotudo, hasta que lo dijeron de la manera más clara posible. Eran las 7 y pico de la mañana y yo estaba listo para ir al colegio. Me dijeron que me deje la misma ropa, porque aparentemente era la adecuada. Me lo dijeron y no hizo falta más nada. Entendí el significado de la vida y la muerte, por primera vez.

Han pasado más de 15 años, y casi no hay un día en el que no piense en una vez que, enojado, le pegué con la palma de mi mano a mi abuela en el brazo. Sé que no la lastimé, no pude haberle hecho nada. Y no hay un solo día que no piense en eso. Que no piense en el niño idiota y caprichoso que, enojado, quiso hacerse el guapo. No hay un día que no piense en lo poco que la visité cuando se moría porque me parecía que el hospital era un lugar feo. No hay un día que no piense en los fines de semana en su casa. En la cama grande. En la televisión blanco y negro. El puente. El olor del riachuelo. El ludo, el bingo. El chocolate caliente. No hay un día que no extrañe comer el helado (que ni siquiera era rico) de la Montevideana.

Han pasado 15 años y no puedo pensar en todo esto sin llorar como un niño. Como ese mismo niño tonto que una vez golpeó en el brazo a una señora de casi 70 años. Una señora que lo quiso de maneras que él no podía entender entonces.

viernes, 5 de diciembre de 2014

La vida misma (y las otras vidas)

A veces me llegan recuerdos de otro tiempo. Diría, casi, que son recuerdos de otra vida. Lo diría pero no creo en reencarnaciones ni nada parecido, así que supongo que no puedo decirlo con exactitud. De todas maneras, no creo que haya que reencarnar para vivir otras vidas. Yo diría que llevo vividas al menos cuatro. Y me llegan a veces, inesperadamente, recuerdos: una torta y un baile con una abuela que ya no está en una terraza que ya no es; un asiento de colegio lleno de frases de canciones que ya no escucho; un beso que ya no doy; un viaje en colectivo de rutina que ya no hago. Los recuerdos suelen tener eso. Muchos de ellos son sobre cosas que ya no son. Mi memoria es selectiva y de corte evidentemente nostálgico. Y decía que parecen ser otras vidas porque ya no voy a levantarme nunca a las siete de la mañana para tomar el 124. Nunca voy a volver a sentarme en un banco de secundario a escribir frases de canciones con liquid paper. No voy a volver a bailar en un balcón terraza con mi abuela. Entonces esas vidas han muerto. Como pasa con cualquier muerte, por pequeña que sea, quedan recuerdos, quedan sonrisas y quedan llantos. 

lunes, 1 de diciembre de 2014

Diciembre



Diciembre. En los campos el sol raja la tierra. En las ciudades el sol raja el pavimento, la tierra que hemos puesto sobre la tierra. En ambos, el sol raja las espaldas, quema los cuellos, empapa las frentes. El sol pesa en los hombros y los hombres y las mujeres cargan con su peso como han cargado siempre. Cada diciembre hombres y mujeres dicen y se dicen que están más cansados. Se dicen que la carga es cada vez más pesada y que ya no pueden tolerarla.

Diciembre. La intranquilidad hace el aire denso. La densidad del aire se pega en los cuerpos y molesta en la piel. La intranquilidad pone al cuerpo alerta y a la mente alterada (o acaso sea al revés). Hombres y mujeres se convierten en pequeños barriles de pólvora. El cansancio, el sol, la intranquilidad, la alteración, el estado de alerta. Ya sólo nos falta la chispa.

Diciembre, y aquí llegan los grandes mercaderes de la patria (y el mundo). ¡Y cuánto que saben de chispas! Cada diciembre los mercaderes se comportan como niños que lanzan piedras al avispero que pende sobre las cabezas de muchos. Pero que no haya lugar a confusiones. Las piedras son lanzadas desde distancias más que prudenciales. Los niños que las lanzan no corren riesgo alguno, aunque eso digan, aunque eso vendan. Cada diciembre nuestro amo juega al esclavo. Cada diciembre el poder se disfraza de hambre para manipular al verdadero hambre. Se disfraza de descontento para intentar revolver al verdadero descontento.

Porque siempre hay hambre y hay descontento. Y si bien hay unos más culpables que otros, lo que más duele es que todos queremos que los haya. Todos somos responsables de ese hambre. Y también eso genera odio. Genera odio en quienes padecen ese hambre, en quienes somos participes de su padecimiento y preferiríamos no verlo, y en quienes causan directamente ese hambre. Y los que causan ese hambre están siempre al acecho. Siempre. Y llega diciembre y se disfrazan, juegan a ser pares y le revuelven las tripas al hambre y le dicen que vaya y robe. Le dicen que vaya y mate. Le meten mano al descontento y le dicen que hay que parar todo. Le dicen que basta de todo. Y mientras le cuentan las costillas. Porque lo que menos quieren es que no haya hambre. Los mercaderes de la patria viven del hambre. Viven del descontento. Se regocijan al ver que sus sátrapas cumplen la tarea a la perfección. Se regocijan y descansan en la distancia prudencial del avispero que sus sátrapas les otorgan.

Los sátrapas pueden, entonces, tener la satisfacción de la tarea cumplida. Satisfacción, no alegría. Satisfacción, no calma. Satisfacción, mas nunca amor. El sátrapa no puede amar su tarea. En algún lugar sabe. Muy en el fondo sabe. Se puede poner mil excusas. Alguien lo tiene que hacer. Yo no le hago mal a nadie. Si no fuera yo, sería otro. Yo me tengo que ocupar de los míos. El sátrapa puede ponerse tantas excusas como necesite, pero en el fondo sabe lo que está haciendo. Sabe que su tarea es una traición a los otros y a sí mismo. Quien ha abandonado a los suyos para encaramarse detrás de los macabros deseos de los amos, de los turbios intereses de los mercaderes, del hedor de la muerte que estos planes generan, ha traicionado a los suyos, traicionándose a sí mismo. Y lo ha hecho por unos cobres, otorgándole a los amos aquella distancia que necesitan para jugar sin ensuciarse. Distancia prudencial, para que la mierda nunca les salpique.

Habrá, entonces, que afilar las lanzas y acortar las distancias.

miércoles, 27 de agosto de 2014

Incógnitas

Y después de un rato… y ojo, tengamos en cuenta que es un rato laaaargo largo eh; después de un rato a algún loco se le ocurre decir: “Pero discúlpeme Equis, ¿usted qué haría?”

Y ahí todos dejan lo que están haciendo. Todos ponemos absolutamente todo en pausa, porque Equis, que lleva años contándonos lo ineptos que somos y lo epto que es él, nos va a explicar la verdad de la milanesa. Equis, es tu momento: brilla tú, loco Equis. Somos todo oídos.

Equis aclara la garganta. Crece el suspenso. Nos comemos los codos. Se viene la solución a la totalidad de nuestros problemas. Y arranca: “Bueno, este es un tema complejo”. Relojeamos, entonces, hacia los costados. Nos preguntamos si a alguien más esto le parece una verdad de perogrullo (palabra que por cierto tuve que buscar en el diccionario). Y vemos que de costado también hay alguien relojeando. Vemos eso, pero también vemos a alguien que dice “¡Por fin! ¡Por fin alguien comprende la dificultad del problema! Yo creo que Equis tiene claro a dónde tenemos que ir”.


Y yo, yo que estaba relojeando me quedo azorado. Me enojo, me enervo, grito, despotrico, rio incredulamente. Me pregunto si Equis ha dicho algo que yo no he escuchado. La tecnología luego me permite comprobar que no es así. La tecnología me asegura que Equis no solo no ha dicho algo que yo no haya escuchado, sino que Equis no ha dicho nada. Resulta que después de tantos años, cuando a Equis le toca la hora de proponer, Equis no tiene nada. Equis se ha pintado de futuro, para alzar su copa y brindar con el pasado. 

lunes, 11 de agosto de 2014

Todo cambia

Si La Negra lo dice, debiera ser cierto. Sin embargo, a uno le gustaría pensar que no. O tal vez es mejor creer que los cambios son siempre positivos y deseables. Si todo cambia, no es extraño que yo cambie. No solo no es extraño sino, acaso, natural.

Veamos: yo he tenido el pelo largo y he sido pelado; he tenido barba y me he afeitado; he sido católico y soy ateo. He vivido en Almagro, Villa Crespo, Caballito, Palermo y Balvanera. He cambiado de colegio, de carrera y de trabajo. He sido amigo de gente con la que ya no tengo trato.

Sí, la Negra tiene razón. He escuchado música que ya no escucho. Mi película preferida ya no es Mi Pobre Angelito. Ya no uso joggings ni jeans rotos. Fui flaco, una vez. Tuve una banda que ya no tengo.

¡Ay, Negra! Me negaba a creerte hasta el día de ayer. El segundo fin de semana de Agosto de 2014, a mis 29 días del Niño, me vengo a enterar – de la forma más triste – que la Negra tiene razón. ¿Y sabe qué? Yo estaba convencido de que había una cosa – aunque fuera sólo esa única cosa – que no podía cambiar. Me aferraba a eso que también vos decías. Eso de que no cambia el amor, el dolor y el recuerdo. No cambiaban, hasta ayer. Y mire que se lo dice un tipo que nunca fue muy futbolero; pero yo siempre fue de Boca. Siempre. No le voy a decir que, tal como rezan los cánticos, lo soy desde la cuna porque sería mentirle. Pero de chiquito sí, probablemente por las amistades.

Recuerdo, en alguna infancia llena de fracasos, haber festejado triunfos ajenos contra rivales aún más ajenos por Copas Libertadores. Y esa había sido la última vez. Algún gol del Turu Flores en Brasil, o algo parecido. Pero desde ahí, yo no he gritado goles ajenos, ni siquiera contra los archirrivales. No grité el de la Juventus contra River, de tiempos lejanos ni el de Nacional del otro día contra los Cuervos. ¡Y eso que fue en el último minuto!¡Y con lo que odio a los Cuervos! Pero no, desde aquella infancia remota, no he gritado goles ajenos.

Usted y yo bien sabemos a dónde va esto. Podrá decirme, entonces, que es cierto. Que todo cambia. Sí, es posible. A mí, el sábado pasado, cuando promediando la tarde lo vi al tipo vestido de blanco y rojo, me corrió un escalofrío por el cuerpo. ¡De blanco y rojo se fue a vestir para peor! Muerte. Y al rato me di cuenta que la Negra no ha mentido y que todo, efectivamente,  cambia: hasta la pasión por los colores.


Porque cuando el tipo clavó el zapatazo (que ni siquiera fue tan bueno) yo me paré emocionado y grité bajito (sí, le juro que se puede) un gol. Y ya no era un gol ajeno. Ahora los domingos sobran. Ahora hay once tipos que todos los domingos se pondrán camisetas que les queden grandes, que les pesen toneladas. Y habrá, incluso, algún pobre joven que tenga que ponerse una camiseta hecha de plomo. Algún muchacho tendrá que disfrazarse de alguien que no es, para mentirle a millones de personas. Para hacerles creer que la Negra miente y que todo sigue igual. ¡Pobre muchacho!¡Pobres de todos nosotros ante la llegada de los domingos vacíos! Todo cambia. Todo. El almanaque ahora esperará la tarde de cada sábado.

martes, 13 de mayo de 2014

A su marcha todo hace temblar

La tarde es gris. Llueve. Vienta (puristas abstenerse). Las gotas parecieran querer disipar lo que se gesta.  El otoño empieza a dar lugar a un invierno que promete ser crudo. Pero todavía falta. No hay que rendirse ante la llegada de los inviernos crudos. Todavía, en nuestro otoño, se puede dar pelea. Se sabe y se siente. Se intuye y se palpa que hay que dar de pelea. Quien se deja detener por un invierno no merece la victoria. Y así, no hemos de dejarnos amedrentar tampoco por la lluvia y el viento. Las gotas, cual emisarias del poder, pueden buscar intimidarnos o enviarnos a casa. ¡Qué busquen!

El clima es tan adverso como el panorama. Diagnóstico y pronóstico son esquivos. ¿Cuándo no lo han sido? ¿Ha importado eso? ¿Importa, ahora? El canto le avisa a las gotas que no han de lograr su cometido: no hemos de movernos. El canto le afirma a las gotas que somos uno, impenetrable, y que su fuerza no sirve de nada. Ardemos y las gotas pueden intentar, en vano, apagarnos. Ardemos. Somos amor que se hace furia. Somos furia que se hace canto.


Mientras tanto, en la torre del reino observan con temor. Pensaban que la lluvia tal vez pudiera hacer algo. Pensaban que callaríamos. Pensaban que la resistencia podía aplacarse. ¡Qué piensen! Todos (y no sólo en la torre) miran como la resistencia se afirma. Miran como la lanza de la resistencia se vuelve cada vez más aguerrida. Ven como el rostro se endurece y el canto se hace fuego. Ven y temen. Saben que todo ese fuego pronto ha de arrasar con sus torres y acabar con ellos. Saben que ya no ha de alcanzarles con partir una lanza, ni con una lluvia ni un crudo invierno. Han de necesitar mucho más. No podrán con el apoyo de todos los mercaderes ni los reyes de turno. No pueden si quiera, contar con el paso del tiempo. Este fuego no se apaga. Este fuego es amor, es furia y es canto. Y sigue. Siempre. No se va. 

lunes, 28 de abril de 2014

Quedamos los que puedan sonreir III

Con el último dejo de esperanza dije: “Un solo tipo puede con toda esta tristeza”. ¿Lo dije o solamente lo habré pensado? ¿O acaso lo habré dicho pensando que en realidad no lo pensaba? Porque, en efecto, el último dejo de esperanza tiene que traer consigo la desesperanza. Y aquello que trae aparejada la desesperanza, no puede ser un último dejo de su eterna enemiga. El último dejo de esperanza, por lógica, no existe.

Tal vez las cosas sean más graves, dije entonces. Dije y pensé. Tal vez todo esto que pasa sea genuinamente grave. A veces las tristezas deciden instalarse, cual huésped que no es bienvenido, sin ánimos de querer partir. Puede que sea peor aún. Las leyes dicen que después de una cantidad de años de ocupación efectiva se otorga título de propiedad. ¿Cuánto espera una tristeza antes de hacer valer sus derechos?

Cuestión que me dije, o dije, o pensé o me pensé que solamente una persona podía hacer frente a tanta tristeza. Sé que esa persona no puede haberme oído, o al menos no físicamente. Sé que es imposible pero, evidentemente, este hombre ha de ser omnipotente. Porque yo sé que sin escucharme, este tipo me había oído. Había oído a miles que cuentan con él casi exclusivamente para aplacar sus miserias. Hay centenares de fieles de este hombre que domingo a domingo le imploran y ruegan. Y el tipo todos los domingos baja de su Olimpo a regalarnos un poquito de alegría; a darnos unas pinceladas de belleza. Viene y se abraza imaginariamente con todos sus fieles y peregrinos. Les dice que, al menos por un rato, todo es posible. Dice y predica con el ejemplo. Predica y muestra que con un par de zapatazos puede hacer arder los corazones.

Él recibe un pase intrascendente a tantos metros del arco como kilómetros de su casa y lo convierte en un grito. En miles de gritos. Y no, ojo. No son los tres puntos. No. Todos sabemos que esos tres puntos no son nada. No sirven para nada. Es la alegría de saber que quiere seguir regalándonos belleza. Es la pequeña victoria sobre los mercaderes y sus sicarios (palabra de moda) en la prensa.

El tipo acomoda una pelota, acomoda a propios en una barrera ajena, reclama, parece ofuscarse, parece frustrarse. Hace creer que, en su frustración, mandará la pelota a la tribuna. ¡Por favor! La pelota lo quiere, tanto como él a ella. La pelota quiere ir a donde él la quiera llevar.

La cuelga del ángulo. Pero la cuelga, eh. Perfecta. En el vértice más vértice del arco que da al Riachuelo. Vea los videos si no me cree. Es más, busque otros videos y cuénteme cuando fue la última vez que una pelota tuvo la suerte de visitar ese ángulo.


Y los tres puntos, como le digo, no importan: cuando River meta el segundo, ellos festejarán, cargarán y acaso saldrán campeones. No importa. Cuando uno ve tanto fútbol, ya ganó. Cuando uno lo ve a este muchacho en una cancha, se siente un niño; un niño mirando una de superhéroes. Un niño con el nerviosismo que le genera el suspenso aparente de no saber si los villanos matarán al héroe. Aparente, porque el niño sabe que nada malo ha de suceder. Aparente, porque la agarra Román y vibramos. La agarra Román y sabemos que si la pierde es con falta. Cambia de frente y sabemos que le cae en el pie a uno nuestro. La acomoda Román y ya nos podemos ir parando a aplaudir.

domingo, 20 de abril de 2014

Que no haya nada, entonces.


Cuando uno está solo parece haber más tiempo. Hay tiempo para para divagar, para pensar, para hacer. Tiempo de sembrar y de cosechar, como quien dice. Cuando uno está solo, los momentos son más largos y entonces nos permitimos más análisis y más estudio. Cuando uno está solo, puede tomarse ciertas licencias y darse ciertos gustos que la compañía no vería con buenos ojos. Cuando uno está solo, sólo se necesita coincidir con uno mismo. Se puede ser realmente quien uno es. Sin máscaras, sin caretas, sin medias tintas.

Cuando uno está solo puede cultivarse en las artes. Vivir mil vidas, soñar despierto. Cuando uno está solo las opciones son infinitas y entonces el mundo le pertenece. Puede uno ser eléctrico o parsimonioso y no recibir por ello ninguna crítica, reclamo o pedido. Se puede ser obsesivo o desinteresado, o ambas al mismo tiempo. No hace falta cercenarse de ningún modo.


Cuando uno está solo puede pensar y escudriñar todo lo que ha hecho. Puede ver todos los errores. Puede llorar por todo lo que ha perdido. Puede uno ser un árbol y morir de pie. Puede consumirse en la tristeza, lentamente, como un fuego que se apaga. Un fuego que lentamente deja de alumbrar y dar calor. Cuando uno está solo no se puede amar, más que en silencio, y eso es morir. La felicidad solo es real si es compartida.

viernes, 11 de abril de 2014

Quedamos los que puedan sonreir (bis)

Llega un momento en el que no puede haber vuelta atrás. Hay ciertas cosas que no tienen retorno. Cuando una fuerza ha logrado ciertas conquistas, no puede simplemente hacerse de cuenta que nada ha ocurrido y borrar todo con el codo. Lo saben y lo sabemos. Lo saben todos los actores de este gran circo. Ellos saben que van a necesitar mucho codo para borrar todo lo que ha sido escrito. Entonces tienen sus reuniones secretas y piensan en artilugios y se dicen que el tiempo nos hará olvidar. Se sonríen pensando que cosas como esta ya han sucedido y han podido seguir adelante. Se sonríen y creen que todo puede cambiar menos ellos.

Pero olvidan algunos detalles. Olvidan que no hay codos que alcancen para borrar ciertas luchas y ciertas conquistas. Olvidan cuánto se ha sufrido, cuánto se ha llorado, cuánto se ha reido y celebrado. El sufrimiento, el llanto, la risa y la alegría han de ser cuatro de los sentimientos más fuertes del hombre. Y ellos no saben lo que provocan, ni a dónde pueden impulsarnos. No lo saben por su incapacidad de sentir. Ellos no sienten, como sentimos nosotros. Ellos se reúnen y planean estrategias, que luego han de firmar en un sinfín de papeles que rubriquen su miseria. Y con lo único que pueden contar es con sus mentiras y su prensa embustera para tratar de confundirnos o hacernos olvidar. Pero todo está guardado, sí. No pueden quitarnos las madrugadas sin dormir. No pueden quitarnos las tardes de domingo. No pueden quitarnos las noches sufridas a la distancia.


Llega un momento en el que no puede haber vuelta atrás. El sufrimiento, el llanto, la risa y la alegría nos han unido. Nos han hecho amar. Y todos bien sabemos que solo desde el amor pueden tomarse las decisiones acertadas. Ellos pueden planear y pergeñar. Aquí estaremos, llenos de amor, coreando tu nombre, sufriendo con vos, riendo con vos, deleitándonos con cada enganche, cada pisada, cada cambio de frente y cada tiro libre. 

miércoles, 2 de abril de 2014

No hay treguas de nepente

Hay un pájaro en mi terraza. Acaso haya muchos pájaros. Podría no haber ninguno también. Mi terraza cuenta con una puerta de algo que parece ser acero o chapa y tiene un vidrio opaco. La única manera de ver que hay tras la puerta, es abrirla. Por cuestiones de esas que uno no se plantea muy a menudo, pero que consideraremos de seguridad, esta puerta está cerrada con llave.

Entonces, subo las escaleras, pongo la llave en la cerradura. Doy las dos vueltas necesarias, presiono con fuerza hacia abajo (es de esas puertas con las que hay que “jugar” para que abran) y me sumerjo en el mundo de la terraza. Allí, inexorablemente, me recibe un ruido de aleteo que se escapa. Intuyo, entonces, que en mi terraza hay, al menos, un pájaro. Un pájaro que se niega a ser visto. Un pájaro que decide que cada vez que yo cruce el umbral de esa puerta ha de darse al vuelo. Inequívocamente mi llegada a la terraza coincide con su partida y temo que cada vez que vuelvo a cerrar la puerta ha de regresar. Tengo mi propio Cuervo, pero al revés. Mi pájaro ha decido posarse tras el umbral de mi puerta y no me dejará visitarlo nunca más. No veré su sombra nunca más. No escucharé su susurro, salvo por su aleteo partiendo por siempre. No me dirá si está aún con vida Leonora. Un pájaro, desconozco su figura. No creo que comparta con el Cuervo una cresta cercenada y mocha. No hay en mi terraza tampoco un busto esculpido de Palas.


Cada vez que atravieso esa puerta siento como perturbo la vida de mi ominoso pájaro. Cada vez que lo obligo a la fuga me digo que ya no lo haré nunca más. Entonces, he reducido mis incursiones a la terraza, pensando en no molestarlo. Pensando en que si no me acerco, permanecerá en la terraza y ya no partirá… nunca más. 

jueves, 23 de enero de 2014

De memoria


Un equipo que juegue de memoria. Es uno de esos ideales a los que aspiran los técnicos de los equipos que, por encima de otras cuestiones, desean jugar a la pelota. Jugar a la pelota, todos lo sabemos, no es jugar al futbol. Al futbol se puede jugar de mil maneras y se puede ganar de mil maneras. Pero lo lindo es ganar o perder jugando a la pelota. Y los equipos que juegan de memoria tienen, al menos, un par de jugadores que saben mucho de eso. Que saben y entienden el juego; y por eso pueden jugar de memoria.

El diez tira el pase profundo, entre líneas, y sin siquiera mirar porque sabe que el nueve va a estar ahí. Va a llegar ahí. ¿Pero cómo lo sabe? No, le juro que no es tanto entrenamiento en la semana. Se puede entrenar, sí. Se le puede decir al diez que ante tal situación resuelva de tal manera o al nueve que haga cierta diagonal porque el diez hará tal o cual pase. Pero yo no le hablo de eso, yo le hablo de que en cualquier circunstancia del juego el diez la echa sin saber dónde está el nueve. Mejor dicho, sin saberlo empíricamente, porque sí que lo sabe. El diez de un equipo que juega de memoria siempre sabe dónde está el nueve o dónde va a estar, sin verlo. Y el nueve siempre sabe a dónde tiene que ir. El nueve intuye lo que va a hacer el diez, que a su vez intuye lo que hará el nueve. ¿Usted cree genuinamente que esto se entrena? Hay una comunión mental, espiritual y corporal entre el nueve y el diez. Uno conoce los movimientos del otro. Sabe cómo piensa el otro. Se saben. Entienden. Se entienden.

Pero.

Vamos, no diga que no esperaba el pero. Se imponen los peros. Los equipos que juegan de memoria dependen de la comunión entre sus jugadores, sí. Mas siempre hay muchas otras cuestiones. Dependen de la comunión entre el nueve y el diez y dependen de los grandes mercaderes, que poco pueden entender de comuniones. Los mercaderes ven en el nueve y el diez una oportunidad: no ven una posibilidad de la pureza más linda de la pelota y del placer más grande que puede otorgar el juego,  sino que ven una oportunidad, una ventana hacia el dinero. No puede más que desearse una plaga sobre quien osa destruir el vínculo entre el nueve y el diez por unas monedas. Los Judas de la pelota.


Los hinchas miran, devastados, como el diez tira pases al vacío a un nuevo nueve que no pica y le pide la bola al pie. Tira centros al primer palo y este nueve se fastidia por el fondo del área. Juega una pared que nunca vuelve a un jugador que ya no está. El diez está jugando de memoria con su soledad. Tirando centros al fracaso. Peor aún es la vida del nueve cuyo diez ha sido entregado (porque vendido queda chico). El nueve pica incansablemente al vacío, cabecea centros que no llegan, que acaso ni siquiera hayan partido. Pivotea, cuando el juego decide ir hacia otro lado. El diez que se queda sin nueve, todavía siente la posibilidad del manejo de la pelota. El nueve queda solo, sin que le llegue juego.


¿Se puede, acaso, vencer a los mercaderes? ¿Se puede explicarles que nada traerá más desolación que la destrucción de ciertos vínculos? ¿Se puede argumentar y decirles que podrán comprar miles de nueves de categoría (incluso de mayor categoría) y que nunca tendrán uno como el que tenían? No, no se puede. No se puede razonar con mercaderes, pues el único razonamiento del que entienden es el metal. Entonces, a la hora de defender al equipo que tanto amamos y de cuyo juego depende nuestra felicidad; a la hora de razonar con los mercaderes, desenvainaremos las espadas y, así, entenderán.