La tarde es gris. Llueve. Vienta
(puristas abstenerse). Las gotas parecieran querer disipar lo que se gesta. El otoño empieza a dar lugar a un invierno que
promete ser crudo. Pero todavía falta. No hay que rendirse ante la llegada de
los inviernos crudos. Todavía, en nuestro otoño, se puede dar pelea. Se sabe y
se siente. Se intuye y se palpa que hay que dar de pelea. Quien se deja detener
por un invierno no merece la victoria. Y así, no hemos de dejarnos amedrentar
tampoco por la lluvia y el viento. Las gotas, cual emisarias del poder, pueden
buscar intimidarnos o enviarnos a casa. ¡Qué busquen!
El clima es tan adverso como el
panorama. Diagnóstico y pronóstico son esquivos. ¿Cuándo no lo han sido? ¿Ha
importado eso? ¿Importa, ahora? El canto le avisa a las gotas que no han de
lograr su cometido: no hemos de movernos. El canto le afirma a las gotas que
somos uno, impenetrable, y que su fuerza no sirve de nada. Ardemos y las gotas
pueden intentar, en vano, apagarnos. Ardemos. Somos amor que se hace furia.
Somos furia que se hace canto.
Mientras tanto, en la torre del
reino observan con temor. Pensaban que la lluvia tal vez pudiera hacer algo.
Pensaban que callaríamos. Pensaban que la resistencia podía aplacarse. ¡Qué
piensen! Todos (y no sólo en la torre) miran como la resistencia se afirma.
Miran como la lanza de la resistencia se vuelve cada vez más aguerrida. Ven
como el rostro se endurece y el canto se hace fuego. Ven y temen. Saben que
todo ese fuego pronto ha de arrasar con sus torres y acabar con ellos. Saben
que ya no ha de alcanzarles con partir una lanza, ni con una lluvia ni un crudo
invierno. Han de necesitar mucho más. No podrán con el apoyo de todos los
mercaderes ni los reyes de turno. No pueden si quiera, contar con el paso del
tiempo. Este fuego no se apaga. Este fuego es amor, es furia y es canto. Y
sigue. Siempre. No se va.
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