jueves, 23 de enero de 2014

De memoria


Un equipo que juegue de memoria. Es uno de esos ideales a los que aspiran los técnicos de los equipos que, por encima de otras cuestiones, desean jugar a la pelota. Jugar a la pelota, todos lo sabemos, no es jugar al futbol. Al futbol se puede jugar de mil maneras y se puede ganar de mil maneras. Pero lo lindo es ganar o perder jugando a la pelota. Y los equipos que juegan de memoria tienen, al menos, un par de jugadores que saben mucho de eso. Que saben y entienden el juego; y por eso pueden jugar de memoria.

El diez tira el pase profundo, entre líneas, y sin siquiera mirar porque sabe que el nueve va a estar ahí. Va a llegar ahí. ¿Pero cómo lo sabe? No, le juro que no es tanto entrenamiento en la semana. Se puede entrenar, sí. Se le puede decir al diez que ante tal situación resuelva de tal manera o al nueve que haga cierta diagonal porque el diez hará tal o cual pase. Pero yo no le hablo de eso, yo le hablo de que en cualquier circunstancia del juego el diez la echa sin saber dónde está el nueve. Mejor dicho, sin saberlo empíricamente, porque sí que lo sabe. El diez de un equipo que juega de memoria siempre sabe dónde está el nueve o dónde va a estar, sin verlo. Y el nueve siempre sabe a dónde tiene que ir. El nueve intuye lo que va a hacer el diez, que a su vez intuye lo que hará el nueve. ¿Usted cree genuinamente que esto se entrena? Hay una comunión mental, espiritual y corporal entre el nueve y el diez. Uno conoce los movimientos del otro. Sabe cómo piensa el otro. Se saben. Entienden. Se entienden.

Pero.

Vamos, no diga que no esperaba el pero. Se imponen los peros. Los equipos que juegan de memoria dependen de la comunión entre sus jugadores, sí. Mas siempre hay muchas otras cuestiones. Dependen de la comunión entre el nueve y el diez y dependen de los grandes mercaderes, que poco pueden entender de comuniones. Los mercaderes ven en el nueve y el diez una oportunidad: no ven una posibilidad de la pureza más linda de la pelota y del placer más grande que puede otorgar el juego,  sino que ven una oportunidad, una ventana hacia el dinero. No puede más que desearse una plaga sobre quien osa destruir el vínculo entre el nueve y el diez por unas monedas. Los Judas de la pelota.


Los hinchas miran, devastados, como el diez tira pases al vacío a un nuevo nueve que no pica y le pide la bola al pie. Tira centros al primer palo y este nueve se fastidia por el fondo del área. Juega una pared que nunca vuelve a un jugador que ya no está. El diez está jugando de memoria con su soledad. Tirando centros al fracaso. Peor aún es la vida del nueve cuyo diez ha sido entregado (porque vendido queda chico). El nueve pica incansablemente al vacío, cabecea centros que no llegan, que acaso ni siquiera hayan partido. Pivotea, cuando el juego decide ir hacia otro lado. El diez que se queda sin nueve, todavía siente la posibilidad del manejo de la pelota. El nueve queda solo, sin que le llegue juego.


¿Se puede, acaso, vencer a los mercaderes? ¿Se puede explicarles que nada traerá más desolación que la destrucción de ciertos vínculos? ¿Se puede argumentar y decirles que podrán comprar miles de nueves de categoría (incluso de mayor categoría) y que nunca tendrán uno como el que tenían? No, no se puede. No se puede razonar con mercaderes, pues el único razonamiento del que entienden es el metal. Entonces, a la hora de defender al equipo que tanto amamos y de cuyo juego depende nuestra felicidad; a la hora de razonar con los mercaderes, desenvainaremos las espadas y, así, entenderán.