domingo, 28 de diciembre de 2008

Los Lunares

La mayoría de los lunares vivían en el lado oscuro. No quiere esto decir que fueran seguidores de Darth Vader, ni que apoyaran al imperio, sino que al no tener una atmosfera y capa de ozono propias, la luz que el sol reflejaba en la cara visible de la luna los afectaba. Así desde tiempos ancestrales, se habían trasladado a la cara oscura.


Su sociedad podría ser considerada bastante primitiva. Eran gobernados por un pequeño concejo que a su vez respondía a un monarca. Contaban con un grupo de druscos – algo así como unos sacerdotes – que se ocupaban de rendir culto al dios supremo. Todos los lunares rezaban a diario y se comportaban siguiendo al pie de la letra las normas vigentes. Era sabido el duro castigo que esperaba a quienes no lo hicieran: el ostracismo.


Era recordada aún con temor aquella vez en que un grupo de lunares se había sublevado contra el Rey y este los había condenado. Fueron enjaulados y catapultados en dirección a la bola gigante que todos sabían estaba en el cielo del otro lado: esa bola enorme de color mayormente azulado que los primeros lunares habían visto antes de escapar a las penumbras.


Poco se supo de este grupo de lunares una vez aplicada la sentencia. Había cientos de leyendas y rumores. Algunos contaban que habían llegado a este lugar donde se suponía deberían purgar sus culpas y se habían asentado. Otros decían que habían muerto en el viaje, por la exposición solar.


Lo cierto es que la Tierra sí contaba con su propia capa de ozono y atmósfera, por lo que los lunares que llegaron no tuvieron que recluirse en las penumbras. En efecto, como creían algunos, se asentaron y se reprodujeron. La gran mayoría tuvo que empezar a convivir y tratar de pasar desapercibidos por entre el resto de los mortales. Pero hubo algunos, unos pocos, que tuvieron la suerte de dar con Ella: poblaron su espalda, algunos se escondieron en su cintura y uno, un intrépido, ahora descansa en su cuello. Si tan solo el resto de los lunares supieran - aunque las posibilidades fueran reducidas, y solo cinco o diez pudieran disfrutar de ese destino - si el resto de los lunares supieran, la luna estaría desierta.

sábado, 27 de diciembre de 2008

Las no historias

La conocí un día de esos que hacen que uno piense que Dios existe; Dios o por lo menos la astrología, y que Plutón y Neptuno tenían la luna en no sé dónde y, como soy Capricorniano, tenía que conocerla, y teníamos que amarnos.


Entonces empezamos una breve conversación… de esas típicas de gente que no se conoce, y se cruza aleatoriamente por la vida. Por suerte evitamos hablar sobre el clima o la política - tampoco quiero que usted crea que lo nuestro fue una charla de ascensor o que esta chica era taxista. La cuestión es que nos cruzamos en una estación de micros y si bien estuvimos sentados lado a lado por algo así como media hora, solo charlamos dos minutos, tal vez tres. Tal vez los tres minutos más lindos que la vida me haya dedicado.


O tal vez no. Tal vez hayan sido muy parecidos a otros cinco minutos que me dedicó alguna otra chica en un pasillo, o al rato que miré a una chica en un colectivo, o a alguna sonrisa que me han regalado.


Me tildará usted de enamoradizo. No objetaré: puede que lo sea. De cualquier modo, prefiero pensarme un romántico. Y el romántico se alimenta de amores platónicos, ya que en este plano, la perfección es posible. Sabe Dios que me he enfrentado con algunos noviazgos fallidos, con situaciones de lo más desopilantes a la hora del amor, y que he fracasado… cienes y cienes de veces. Pero mis amores platónicos han sido perfectos. Eternos. Sublimes.


*dedicado a jackie, que tuvo la idea e inspiró este escrito

martes, 23 de diciembre de 2008

Trátame suavemente

Había en el barrio un hombre que caminaba las calles. No lo hacía como el resto de los mortales, que caminan hacia un lugar. Cada mañana cientos de personas salen de sus hogares y se dirigen hacia sus trabajos: algunos lo hacen en colectivos, taxis o trenes, pero algunos afortunados pueden ir a pie, dada la cercanía o simplemente porque han entendido que caminar es una de las actividades que más espacio permite a la reflexión. Todas las tardes, cientos de chicos abandonan sus colegios y se dirigen hacia sus casas, la mayoría caminando. Todas las noches decenas de pseudo - atletas van a los parques a hacer ejercicio. En todos estos casos, la gente camina hacia un lugar, ya sea el trabajo, el hogar, el parque o la buena salud. Pero este hombre era distinto. Él sólo caminaba. No caminaba hacia un lugar, sino que caminaba - casi como lo haría un turista recorriendo alguna ciudad desconocida.

Este joven, de aspecto aseado y pulcro, iba a diario por el barrio, pero iba a ningún lugar. En varias ocasiones repetía su camino día tras día y en otras simplemente encontraba calles nuevas, pasajes, avenidas que aún desconocía. Se maravillaba cuando veía una de esas calles de adoquines sobre las que los arboles forman una especie de galería o techo; esas calles que parecen estar llenas de paz eterna.

Parecía, nuestro joven, no encontrar interés alguno en la gente, en los demás transeúntes. Probablemente esto se debía a que eran, justamente transeúntes, no como él. Las calles eran un lugar de paso para las personas, pero para él eran también su destino. No miraba a la gente, a veces se detenía por alguna casa en particular, a observar la arquitectura antigua, o alguna vidriera con algún artículo impactante. Fuera de eso, su mayor atracción eran las baldosas: las perfectas y rectangulares, las pequeñas con rayas, las rotas, las levantadas por la raíz de un árbol. En algunas cuadras, conocía y tenía contadas las 9 baldosas que almacenaban agua en los días de lluvia. A veces, cuando hacía calor y salía con sus pantalones cortos, las pisaba para ver la trayectoria del agua al salpicar.

La gente que lo veía regularmente realizaba un movimiento con la cabeza al verlo pasar. Le otorgaban una especie de saludo, pero el movimiento era lo suficientemente imperceptible como para poder pretender que no había pasado. Él les prestaba poca atención, las calles eran suyas y era el único que las habitaba. Era el único hasta que la vio.

Esta vez fue ella quien no le prestó atención. Se quedó fija, inmóvil cuando él pasó. El joven tampoco supo cómo reaccionar y siguió su camino, volteó a los pocos pasos, pero ya no volvió a verla. Al día siguiente, trazó el mismo recorrido, para intentar encontrarla nuevamente, y la cruzó exactamente en el mismo lugar, repitiendo también su accionar: siguió de largo y luego volteó pero no logró verla.


Finalmente un día, compró en un quiosco un marcador negro, tomó coraje, se dirigió hasta el mismo lugar y le escribió: “Sos la baldosa más linda de Buenos Aires”.

sábado, 20 de diciembre de 2008

De insectos, camiones y muerte

Era un hombre de pocas pulgas. Sólo dos, de hecho. Ambas habían decidido instalarse en su abundante cabellera, lo que le ocasionaba una incesante comezón. Esto poco les preocupaba, ya que sabían que no le iba a ser fácil librarse de ellas. Además, no tenían mucho tiempo como para preocuparse por lo que él sintiera, sino que se habían avocado a la tarea de acondicionar y refaccionar el nuevo hogar. Trataban de almacenar todo tipo de suciedad, polvo o pelusa para decorar sus paredes y alfombrar sus pisos. Estaban completamente felices con la mudanza: la abundancia de cabello, en comparación con el inmueble anterior, era como pasar a vivir en un hotel cinco estrellas. Incluso, al cabo de una semana – cabe destacar que una semana es un año pulga – estaban pensando en tener un hijo. Una calurosa tarde de febrero, esperaron a estar bajo la ducha para finalmente engendrar a Felipe. La vida les sonreía. Casa nueva, hijo en camino y un cuero cabelludo joven.

Al velatorio de Martín Fericci asistieron familiares y amigos. La imagen de sus jóvenes compañeros universitarios era desoladora. Sus padres estaban devastados. Para los diarios fue un número más entre los accidentes de tránsito. Para los noticieros fue un horror casi cotidiano. Para Beba, Antonio y Felipe, fue un terremoto.

jueves, 18 de diciembre de 2008

Crónicas de un final Cortazariano anunciado

Hubo una vez una chica que rompió el molde. Ella se supo distinta desde siempre. Era como si ya hubiera conocido todo lo que había por conocer. Quien alguna vez haya tenido un deja vú entenderá su situación. Ella ya había vivido; incluso con su corta edad, su experiencia era mucho más vasta que la de cualquier mujer casada de mediana de edad, que la de cualquier solterona pisando los cuarenta, que la de cualquier anciana que critica y aconseja. Sabía más sobre la vida que sus maestras, que su instructora de gimnasia, que la secretaria que llamaba secretamente a su padre a altas horas de la noche, sabía más sobre la vida que su madre. Su desgastada madre parecía ya haberse rendido. Tal vez la vida no le había sonreído tanto como a otras gentes, pero no podía quejarse. Acaso ese era el problema: quería quejarse, gritar, patalear como cuando niña, pero ya era imposible. Su cuarto de hora ya estaba bastante lejos y sabía que a sus cuarenta y cinco debía ser una esposa fiel y una madre devota y que, ocasionalmente, podría encontrar placer en alguna novela oculta donde pudiera sentirse una heroína, libre, sin restricciones.

Su padre, en cambio, había renovado los aires y estaba en su segundo brío. Parecía ridículo que su madre no lo viera, que no quisiera ver. Ella, por su parte, distinta, no había tardado en notarlo. Entonces, cual adolescente moderna, despojada de su familia iba por la vida, sabiéndose más que el resto y, así y todo, sintiéndose infinitamente pequeña – como si cada día que pasaba se empecinara en achicarla. Con el correr del tiempo, el espejo parecía no devolverle su metro sesenta y cinco, sino un metro cincuenta, y luego treinta, y quince…

El espejo de cualquier otro hubiera volado por la ventana en medio de un ataque de furia, pero el suyo corrió mejor suerte. Una tarde de sábado, de esas nubladas y desabridas, lo descolgó con suma calma y se lo entregó a su padre. “Tomá viejo, me achica el cuarto, no me gusta, ya no lo quiero.” Al volver a su cuarto, una sonrisa un tanto socarrona se dibujaba en su rostro. Tal vez era una pequeña victoria sobre su padre. Él no tardo en terminar con su propia vida, tras haber encogido un metro en solo tres días.

Parece que me hice un blog

Damas, caballeros (y los que no tanto) les doy la bienvenida. He creado un blog. Todavía no tengo claro como lo hice. Agradezco a los autores tanto materiales como intelectuales de esta idea.
Pretendo que este espacio sirva para compartir - con quienes quieran leer - mis escritos. Desde ya debo aclarar que no soy un hombre moderno, y por tanto es probable que deba enfrentarme ante diversas contingencias tecnológicas. De todos modos, espero poder sortearlas. Sin más, pasemos a lo nuestro