martes, 23 de diciembre de 2008

Trátame suavemente

Había en el barrio un hombre que caminaba las calles. No lo hacía como el resto de los mortales, que caminan hacia un lugar. Cada mañana cientos de personas salen de sus hogares y se dirigen hacia sus trabajos: algunos lo hacen en colectivos, taxis o trenes, pero algunos afortunados pueden ir a pie, dada la cercanía o simplemente porque han entendido que caminar es una de las actividades que más espacio permite a la reflexión. Todas las tardes, cientos de chicos abandonan sus colegios y se dirigen hacia sus casas, la mayoría caminando. Todas las noches decenas de pseudo - atletas van a los parques a hacer ejercicio. En todos estos casos, la gente camina hacia un lugar, ya sea el trabajo, el hogar, el parque o la buena salud. Pero este hombre era distinto. Él sólo caminaba. No caminaba hacia un lugar, sino que caminaba - casi como lo haría un turista recorriendo alguna ciudad desconocida.

Este joven, de aspecto aseado y pulcro, iba a diario por el barrio, pero iba a ningún lugar. En varias ocasiones repetía su camino día tras día y en otras simplemente encontraba calles nuevas, pasajes, avenidas que aún desconocía. Se maravillaba cuando veía una de esas calles de adoquines sobre las que los arboles forman una especie de galería o techo; esas calles que parecen estar llenas de paz eterna.

Parecía, nuestro joven, no encontrar interés alguno en la gente, en los demás transeúntes. Probablemente esto se debía a que eran, justamente transeúntes, no como él. Las calles eran un lugar de paso para las personas, pero para él eran también su destino. No miraba a la gente, a veces se detenía por alguna casa en particular, a observar la arquitectura antigua, o alguna vidriera con algún artículo impactante. Fuera de eso, su mayor atracción eran las baldosas: las perfectas y rectangulares, las pequeñas con rayas, las rotas, las levantadas por la raíz de un árbol. En algunas cuadras, conocía y tenía contadas las 9 baldosas que almacenaban agua en los días de lluvia. A veces, cuando hacía calor y salía con sus pantalones cortos, las pisaba para ver la trayectoria del agua al salpicar.

La gente que lo veía regularmente realizaba un movimiento con la cabeza al verlo pasar. Le otorgaban una especie de saludo, pero el movimiento era lo suficientemente imperceptible como para poder pretender que no había pasado. Él les prestaba poca atención, las calles eran suyas y era el único que las habitaba. Era el único hasta que la vio.

Esta vez fue ella quien no le prestó atención. Se quedó fija, inmóvil cuando él pasó. El joven tampoco supo cómo reaccionar y siguió su camino, volteó a los pocos pasos, pero ya no volvió a verla. Al día siguiente, trazó el mismo recorrido, para intentar encontrarla nuevamente, y la cruzó exactamente en el mismo lugar, repitiendo también su accionar: siguió de largo y luego volteó pero no logró verla.


Finalmente un día, compró en un quiosco un marcador negro, tomó coraje, se dirigió hasta el mismo lugar y le escribió: “Sos la baldosa más linda de Buenos Aires”.

6 comentarios:

  1. Me re cagaste... cuando lo estaba leyendo al final te iba a poner "para qué te volteaste??" o algo de ese estilo para gastarte...

    Muy bueno el final "sorpresivo". Impactante y entretenido. La mejor película del año. La Nación, cuac (hasta "sorpresivo" iba en serio).

    PD: nada más los asesinos seriales son tan detallistas como para detenerse a ver en las baldosas... después me dicen a mi!

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  2. estos no los habia leidoo!! muy buenos los dos cuentos, lei el anterior tambien! Sabrina

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  3. me encantó!!!!
    el final, bueniiisimo!!
    espero el próximo...
    Pau.

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  4. Buenísimo, Fer!! Me encantó el clima casi místico que creaste alrededor de este muchacho.. y te aplaudo por el final.

    A ver cuándo publica el libro, señor don blogger ;)

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  5. Gracias a los que siguen leyendo. En una época caminaba mucho, pero nunca me enamoré de una baldosa, todavía

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  6. muy muy bueno fer!

    (nano)

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