lunes, 2 de diciembre de 2013

El Pueblo


Yo nunca fui a la cancha. Mentira. Fui a la cancha tres o cuatro veces. Vi Boca – Cobreloa (goles de Tevez diría), Boca – Talleres (un día que se peleaba un campeonato), Boca – Paisandú (gol de Iarlei pero para ellos). No sé ni siquiera muy bien por qué me acuerdo de estas cosas, ya que en realidad mi experiencia más memorable en la cancha fue que volviendo en un colectivo desde la Boca (ah, soy hincha de boca, por las dudas) me robaron una gorra que yo adoraba. Desde ese día, no viajo más en el asiento inmediato a la puerta en ningún colectivo. Eso es un recuerdo memorable, caray.

En fin, si bien yo nunca fui un tipo de cancha, sí he sabido apreciar los cánticos futboleros. Debo reconocer, en este punto, que la hinchada de San Lorenzo (equipo al cual debo dedicar mi desprecio más visceral) tiene cierta dote artística para enarbolar estas canciones, al igual que la hinchada de Chicago. Claro está que estos gustos son totalmente subjetivos, pero me permito ciertas prerrogativas visto y considerando que soy quien escribe. Yo he sabido apreciar las canciones de cancha incluso cuando entiendo las limitaciones que presupone la métrica y su difícil conjugación con la fuerza que necesita un canto de ese estilo. La canción de cancha se ha transformado, acaso con el tiempo o las vicisitudes de la vida, en un grito de guerra. Quedan pocas canciones felices del estilo de “vení vení, cantá conmigo” y la amplia mayoría se limitan a vituperar contra propios y/o ajenos. Debo aclarar (por si el lector fuese muy benevolente o hiciera falta) que este no es un escrito de Dolina ni de Fontanarrosa – que bien podrían, o acaso lo hayan hecho, elaborar disquisiciones sobres las canciones de cancha mucho más acertadas que esta. No, este es un escrito sobre otra cosa. Pero necesito también aclarar que entiendo que el grito de guerra no siempre pretende ser acertado. El grito de guerra busca un efecto determinado. Que el soldado sea bravo, que el jugador corra, que el técnico se retire, que el árbitro se amedrentare por sus preferencias sexuales y cobre un penal para tal o cual equipo. Sin embargo, si bien entiendo esto, no dejo de sorprenderme por los errores conceptuales de ciertos cánticos He aquí la cuestión que me aqueja.

Resulta que no tuve mejor idea que andar dando vueltas por Caballito uno de estos 8N. Ojo, no era un ochoene, era un día de un mes que ni siquiera era noviembre (aunque ene le quede mucho más top). Cuestión que yo pasaba incidentalmente por ahí y me topé con el cántico “o lelé, o lalá, si este no es el pueblo, ¿el pueblo dónde está?”

Sé que no está bien, pero me brotó un odio que es difícil de conmensurar. Veía a esa gente, a mis vecinos incidentales y pensaba que esto no debía estar pasando. Supongo que no hace falta que diga que no compartía los motivos de su protesta, pero además…. “¿el pueblo dónde está?”. No pude sino dudar de la veracidad de la pregunta. La gente que está en esta esquina se arroga la potestad y persona del pueblo. ¿Se la arroga conscientemente? ¿Se cree, genuinamente, el pueblo? ¿O hacen más bien como esos periodistas que dicen “en la calle se dice…” o “la gente dice…” cuando no quieren hacerse cargo de lo que ellos dicen?

Traté de debatir todas estas cuestiones a los pocos días de esta protesta con alguien cercano que las apoyaba. Creo que este odio del que hablaba no me dejó expresarme claramente. Sin embargo, todo llega. Hoy llegó más claridad, en forma de video en la interné. Y me encontré con la respuesta a mis preguntas y a las de los vecinos de Acoyte y Rivadavia. Éste es el pueblo, está acá. No se olviden. Ustedes ni nadie.

sábado, 30 de noviembre de 2013

Sobre el deber ser


Tengo que escribir. Tengo que tener ideas geniales. Tengo que ser alguien. Tengo que triunfar. Tengo que apurarme. Tengo que ganar. Tengo que vivir. Tiene que ser ya. Tiene que ser pronto. Hay que comprar. Hay que disfrutar. Hay que reir. Hay que soñar y hay que cumplir con lo soñado. Tengo que viajar y conocer. Tengo que tener.

Estaba tan apurado porque salga algo que ni siquiera me ocupé de que fuera algo original (gracias que le puse tildes). Repetí las fórmulas más viejas. Las del antitexto. Me metí en la cuestión barata de describir lo que hacía con el escrito. Caí en las frases cortas tipo metralleta. Hay que apurarse. Me sentí el conejo de Alicia. Me vi llegando tarde a todo. Recorrí algunos lugares comunes y caminé sobre algunas frases ya escritas. Las cité incidentalmente y alegaré que están ahí para ver si el lector las encuentra. Si llego al estrellato de los estantes de las librerías, los críticos literarios le marcaran a quienes no sepan, quien es Alicia o las citas de soda stereo. Gracias totales.


¿Usted dice que esto ya está visto? ¿Trainspotting, acaso? Puede que sí. Sin embargo, este texto no es una crítica al sistema ni una apología de la muerte. Bah, no lo es siempre y cuando los posibles futuros críticos no digan que lo es. Si lo dijeran, me convertiría en un crítico del sistema. Eso mismo, debo ser lo que otros digan que soy. Tendré lo que otros sugieran que tenga. Escribiré lo que otros quieran que escriba. Triunfaré, si otros dicen que he triunfado. Vestiré como deba vestir y soñaré aquello que me impongan soñar. Seré bueno. Amaré al prójimo. No mataré. Beberé con moderación. Llamaré ya. Miraré atrás al bajar. Diré qué estoy pensando. Reiniciaré el equipo. Aceptaré. Cancelaré. Firmaré ahí. No cambiaré de canal. Haré fila ahí. Tiraré o empujaré, según corresponda. Actualizaré. Finalizaré.

viernes, 15 de noviembre de 2013

el viejos tiempo nos poniendo pasa vamos


¿Cuánto tiempo pasó? Es como cuando uno se despierta y no está muy ubicado. La situación es breve. En dos o tres segundos uno recupera la noción del espacio. Esa es la parte más fácil – incluso aunque no haya luz o uno se haya dormido en un ámbito que le sea ajeno. La noción temporal puede tardar un poco más. Por ejemplo, usted se recuesta en la cama a mirar televisión. Se duerme, sin necesariamente desearlo. Se despierta un tanto turbado, por el calor. El día se ha ido. Recuerda usted que aún había luz cuando se acostó, mas despierta en penumbras. Lo que le queda es manotear hacia un costado esperando que la tecnología móvil lo saque de la encrucijada horaria. Podría, también, mirar el televisor – si es que sigue encendido y no fue apagado entre sueños.

 Supongamos que han pasado horas, dos o tres de ellas. El verdadero problema – el quid de la cuestión – es convencer al cuerpo de que esto es así. Usted se levantó atontado. ¿Por qué cree que se levantó así? ¿Porque no planeó dormirse? ¿Serían las cosas distintas si lo hubiera planeado? ¿No estaría perdido, babeante y aturdido? Cada uno es libre de creer lo que quiera, pero yo creo que usted se está evadiendo. Para mí que usted se despertó atontado porque tiene la intención de jugarle de cómplice al tiempo, pero su cuerpo no se lo permite. Su cuerpo sabe. Su cuerpo sabe que el tiempo le ha mentido y usted prefiere encubrirlo antes que enfrentar la realidad.


Está bien igual. El cuerpo tampoco es tan insistente: como mucho le gritará la verdad en la cara hasta que se pegue una ducha. Una vez que el agua lo golpee, lo despierte y lo relaje, nadie recordará que han pasado, en realidad, dos o tres años. 

lunes, 4 de noviembre de 2013

"Queda para otro momento entonces"


Sí, así pasa con todo. ¿Cuántas cosas han quedado para otro momento en los últimos años? A veces pienso que sería mejor ni pensarlo. Seguramente podría generarse una lista interminable. Y “otro momento” no ha llegado. Y le digo que han pasado años, eh. Pareciera que no es tiempo de “otro momento”. “Otro momento” se esconde; es esquivo; no llega. “Otro momento” huye, como todo ha huido alguna vez, como todos hemos huido alguna vez.


Una postergación eterna. Mi vida se ha convertido en eso tan temido. Una vez me crucé a uno de esos tíos que se ven solamente en navidades o velatorios. De hecho, tengo la suerte de no verlo en las navidades, así que estoy seguro que me lo crucé en un velatorio. Adivine en que se cerró la conversación. Como diría Susana “coooorrrrectoooo” (Susana agregaría algún comentario de lo más estúpido como “ay yo no tenía idea” o “que suerte que tuvieron” o “esta la sabía” en caso de que la pregunta sea algo sobre modistos o Miami -  pero todo esto no viene al caso). Sí, terminada nuestra charla de ascensor – porque las charlas de velatorio comparten mucho con las de ascensor – me dijo “nos tenemos que juntar a tomar un café”. Les juro que fue así. No es un chiste. No era una parodia de un velorio. Tal vez, en tal caso, mi tío sea una parodia del tío a lo sumo. Pero les juro que en ese momento (y con todo el dolor que me aquejaba en ese entonces la partida de una de las dos personas que la vida más me ha hecho extrañar) pensé que lo mejor sería arrancarle los brazos y utilizarlos para molerlo a golpes. “Nos tenemos que juntar a tomar un café”… dios mío. ¿Sabe que es lo peor? Yo, más niño –menos crudo entonces – le dije que sí, que me encantaría. Incluso habremos hablado de cómo esta era una oportunidad para recomponer relaciones y demases. Insisto yo, más niño, no entendí lo que se venía. “Bueno, entonces la semana que viene tal vez...” ¿Sabe lo que me dijo? Sí, correcto otra vez.  “Va a estar medio difícil estos días, con todo esto… pero…”

martes, 29 de octubre de 2013

Un Tipo


Un tipo se planta delante de otro tipo. De cien tipos. De miles de hombres y mujeres. De millones de personas. Virtualmente, el tipo se planta delante de todo el mundo. Se planta. Y dice algo. El tipo parece saber lo que está diciendo. Lo lee, pero podría saber de lo que está hablando. Sin embargo, es difícil creerle. Es difícil, incluso, querer escucharlo.

El tipo es distinto, y eso se nota. Él también lo sabe, aunque no parece importarle mucho. Lee y dice lo que dice sin dejarse llevar mucho por su apariencia o su forma de hablar, que acaso no sean las mejores. Lee y no presta atención al hecho de que muchos no le presten atención.

Ha de estar nervioso también. Un tipo sólo. Un desconocido. Hablándole a millones de personas. No ha de ser fácil. Y  más aún, cuando el tipo – que se sabe distinto – también sabe que no queremos escucharlo. Él sabe que no podemos ni queremos creerle.

Y ojo. No es que necesariamente seamos una mierda, cosa que también podría ser. Pero no. No lo somos, supongamos. No somos Descartes, pero sí que somos escépticos. El mundo, la vida, la historia nos han hecho así. Nosotros lo sabemos y el tipo lo sabe, pero igual dice lo que quiere decir. Sabe que millones de otros tipos no quieren pero igual han de escucharlo.

Uno pensaría que si un tipo tiene el tupé de venir a decirle algo a otros tantos millones, debe ser que tiene algo importante que decir. Sin embargo, el mundo, la vida, la historia nos han enseñado que esto no es así. Hemos aprendido – a los golpes, como lamentablemente se aprenden muchas cosas – que no siempre que alguien habla tiene algo importante para decir. Tenemos los golpes frescos y asumimos que este tipo no tiene nada nuevo. Lo escuchamos a regañadientes. Lo escuchamos esperando que termine, porque sabemos que nos va a decir pavadas. Y él tipo lo sabe, pero igual dice.

Como era esperable, sus palabras producen poco impacto. Es difícil dar magnitud a ciertas cuestiones desde la contemporaneidad. (¿Imagina usted que la mujer de Cortázar haría un circo cada mañana? Podría este escrito extenderse en miles de ejemplos de este fenómeno, pero tome el que a usted más le guste) Es difícil creer lo que ha dicho este tipo. Es difícil querer escucharlo. Es difícil ponderarlo desde nuestro mundo, nuestra vida y nuestra historia.

Un hombre, dos, cientos de personas revuelven la basura buscando sobras de la vida de otros para armar una propia.
Un hombre, dos, cientos cortan las calles y rutas esperando que alguien los vea y los oiga.
Un hombre, dos, cientos mueren de hambre en silencio
Un hombre, dos, cientos escuchan a este tipo y simplemente no pueden creerle, aunque quisieran.
Pero el tipo se sienta y dice lo que quiere decir.


Pasan unos diez años y el tipo ya no está. El tipo se ha ido y uno, cien, miles, lo han llorado. El tipo ya no está y ahora es difícil no querer escucharlo. El tipo ya no está, pero ha dicho lo que tenía que decir. Ha hecho lo que quería hacer. Hay menos que revuelven la basura. Hay menos que cortan las calles. Hay menos que mueren en silencio. Hay más que creen.

El tipo no está, pero dijo lo que quería decir. Contó sus ideas y compartió sus sueños.

El tipo no estará más, pero nos ha cambiado el mundo, la vida y la historia. No está más, pero vive en uno, en cien, en millones de personas.

El tipo, entonces, está.

viernes, 6 de septiembre de 2013

diez años no es nada

¿Diez años no es nada? ¡Ah no! ¡Veinte años no eran nada! Bueno, tal vez veinte años no sean nada. Pero diez años son, cuando menos, un montón. Diez años, si llegan a suceder en el rango etario apropiado, son lo suficiente para vivir dos o tres vidas o alguna agonía extremadamente larga. Diez años no serán nada para quien vive en la trampa de la felicidad: diez años no son nada para quien se ha dedicado a su empleo, quien ha “invertido” su tiempo en el estudio y la familia, para quien se ha creído el cuento del sueño americano. Así, entre la carrera universitaria, el alquiler, el compañerismo, mantener la llama, los hijos, las cuentas, la cochera, los años pueden volar. Puede usted despertar una mañana y tener cincuenta años. ¡Dios quiera que esto no le ocurra! Yo, al día de hoy, no he visto cosa más patética que el pobre cincuentón de pelo largo arriba de un auto importado con una mina considerablemente más joven al lado. ¡Pobre del hombre que despertó a los cincuenta años y ahora no tiene más que enfrentar la crisis! ¡Pobre del hombre que se dedicará a inventarse una vida de felicidad comprada, siempre y cuando sus ingresos se lo permitan! Un hombre al que entre pantomimas de felicidad se le ha escapado la vida y, en su afán por recuperarla, no ha dado con mejor solución que esconder la cabeza cual avestruz. ¿Cuánto tiempo más, eh?

¡Si ese hombre supiera! Si ese hombre pudiera o hubiese podido comprender. Si un día no se hubiera dejado distraer por la cochera, el auto, los servicios. Si por un día no hubiera prestado atención a las cuentas, los apuntes, las flores. Si hubiera dejado todo eso por un día y hubiese visto todo lo que se gana y se pierde en diez años. Todas las vidas que se viven en diez años. Todas las muertes que se lloran en diez años.



Yo, por mi parte, ya estoy un poco cansado de tantas vidas. Medio que me siento como que ya no quiero ser John Malkovich. Pero eso no sería nada. El cansancio y las vidas no pesarían ni un poco, si no fuera por tantas muertes. Agota la vida abrazado a Hades, en las puertas de su reino. Yo, de haber sabido, creo que me quedaba con la crisis de los cincuenta. 

domingo, 1 de septiembre de 2013

Nunca es triste la verdad...

Podrían haber hecho una de esas demoliciones programadas; de esas que se ven en la tele, ¿no? Usted ve el noticiero y dice que en algún lugar del mundo demolieron tal edificio enorme. Y las imágenes lo corroboran: una pequeña explosión, humo, tierra y desmoronamiento. Probablemente ahí acaba la imagen televisiva, para repetirse dos o tres veces. De todos modos, no necesitamos ver las imágenes subsiguientes, esas que no nos muestran. Nos mostrarían, justamente, que no ha quedado nada allí donde estaba el enorme edificio. Cuando se asienta la nube de polvo y el humo se disipa, lo que queda del edificio son escombros que serán luego removidos con alguna máquina diseñada para tal fin.

Podrían haber hecho una de esas demoliciones programadas. Una implosión y un poco de limpieza. Y a otra cosa mariposa (sisi, a otra cosa mariposa… fuerte, pero no nos desviemos). Podrían haber arreglado todo de una forma tan sencilla y decorosa. Solamente se necesitaba un poco de planificación, unos ingenieros civiles, acaso algún arquitecto, un cordón de seguridad por si las moscas (aparentemente más de una de esas frases hechas de antaño invocan a los insectos).

No digo que una demolición programada sea algo sencillo (decir moco de pavo me parecería abusar del recurso). No, no es fácil e incluye un despliegue importante. Pero creo que los resultados podrían haber sido considerablemente mejores. ¿Sabe qué? El noticiero nos muestra la destrucción que sigue a la pequeña explosión. El derrumbe, el humo, el polvo. Vemos eso y no más. Pero, ¿para qué se hace una demolición? Se hace porque el edificio en cuestión probablemente no cumpla con las funciones para las que alguien lo quiere o quiso. Pero, insisto, lo que no vemos es que en realidad alguien quiere el espacio donde estaba ese edificio para nuevas funciones. Se demuele el edificio porque alguien ha de construir algo en ese mismo terreno.

Entonces, insisto, podrían haber hecho una demolición programada. Después limpiábamos y, con un poco de suerte, en algún momento comenzábamos la construcción de algo nuevo. Ahora, en vez de eso, empezaron a desmontar por partes. Sacaron unas chapas primero. Rompieron un par de paredes, se llevaron algunas vigas. Movieron un par de placas de hormigón. Sacaron algunos caños. ¿Qué ha quedado? Ha quedado algo que parece un edificio, pero que no lo es. Ha quedado un caparazón. Ha quedado la carcasa de un edificio. Ha quedado un lugar que ya no es habitable y en el que no se puede construir. Uno de esos lugares que han sido condenados a la suspensión en el tiempo. Un lugar que observará el progreso y el avance alrededor y seguirá, de pie, muerto.


viernes, 30 de agosto de 2013

Un Cuento Fantástico

Yo diría, casi con certeza, que mi único recuerdo de esos bellos días es que ella tenía un lunar en el ojo. Sí, juro que lo tenía. ¿Habrá sido algo tan llamativo o yo le habré dado demasiada importancia? Sobre eso, ya no tengo tantas certezas. Es extraño, pero creo que ese es el único recuerdo real. El resto, acaso, habrá sido una fabricación del tiempo. De este tiempo. De todo el tiempo en el que ya no está. Entonces se ha convertido en una diosa de un Olimpo fabricado, con un lunar en un ojo. He arrojado por tierra cualquier miseria, cualquier mínimo detalle que pudiera opacar sus atributos. He ensalzado todas sus virtudes. Mi amor se ha acrecentado exponencialmente. He cantado loas en su nombre. He llegado, incluso, a creer que ella me ha amado. Peor aún, me he creído merecido acreedor de ese amor. Mas algunos días despierto después de confrontaciones que también son inventadas – pero estas al menos de forma subconsciente – y lo único que es cierto es que tenía un lunar en el ojo. El resto puede haber sido un cuento fantástico: pero al menos de los buenos; uno de esos que dejan un vacío en el alma al llegar al fin.

miércoles, 31 de julio de 2013

De las cosas y los esquemas

Recuerdo que he sabido tener un esquema de distribución de las cosas. Sí, soy un tipo ordenado y obsesivo. Entonces, los esquemas se convierten en necesidades. Cuando todavía me dedicaba al estudio, tenía mi habitación llena de libros, papeles, fotocopias y apuntes. Mi esquema era el siguiente.

Las cosas en uso iban tiradas en el piso, al lado de la cama. Todo aquello que necesitara leer o estudiar tenía que estar a mano. Si estuviera guardado, no estudiaría. O al menos esa era mi lógica. Entonces, un sector importante de mi piso estaba cubierto de apuntes que se movían de la mochila a la cama de acuerdo a las necesidades diarias.

Las cosas en lo que llamaremos “uso eventual” iban en el último cajón de la cajonera. Esos libros o apuntes que los profesores se empecinan en llamar “bibliografía consultiva” o “no obligatoria”. ¿Sabrá, acaso, el docente que está condenando al libro al último cajón de la cajonera? ¿Quién, en su sano juicio, se volcaría a la lectura de la bibliografía no obligatoria antes de un parcial? Entonces, mi cajonera de cinco cajones cargaba con un primer cajón de boxers, el segundo de medias, el tercero de pulóveres, el cuarto de misceláneos (léase un gorro de lana, el sombrero de arlequín de la selección de algún mundial remoto, unos guantes mágicos, una linterna, una rodillera) y un quinto cajón para los apuntes y libros condenados desde su génesis al ostracismo.

El tercer estadio por el que podían pasar las cosas en mi cuarto era el estante de arriba del placard. Allí, tenía una caja gigante donde ponía todos los apuntes y libros de materias aprobadas (siempre y cuando considerara que el material no sería necesario en otra materia). Era menester hacer este estudio de forma precisa, ya que una vez que los papeles alcanzaban este punto, era muy poco probable que hubiera vuelta atrás. La caja del estante de arriba del placard solo se abría para agregar papeles. Abrirla para sacarlos implicaría una búsqueda interminable, ya que lo que llegaba a la caja no necesariamente estaba clasificado y dividido.

Lógicamente, usted ya habrá notado más de una falla en el esquema. La que yo encuentro, con claridad, es la limitación espacial que cualquiera de los tres estadios presupone: el piso de mi cuarto no es eterno (si bien ha probado ser el más eterno de los tres); el último cajón de la cajonera es finito; la caja gigante del estante alto del placard no es tan gigante. ¿Cómo seguir? ¿Cómo se vence a las restricciones espaciales?

Desde pequeño, recuerdo la solución ofrecida por mi madre. Tenía yo una colección interminable de juguetes Playmobil. Usted recordará a esos muchachitos cuadrados con las manos en posición de agarrar algo y una especie de peluca también cuadrada que a su vez funcionaba como tapa de un cerebro inexistente. Bueno, yo los tenía todos. Tenía el barco y la nave espacial. La taberna y el fuerte. Los buenos y los malos. ¡Y caray que los usaba! A diario desplegaba mi enorme colección en el piso de mi cuarto y veía pasar las horas inventando historias. Cuando la hora de cenar llegaba, mi madre me instaba a restablecer el orden. Las intimaciones llegaban en forma reiterada y con amenaza de acciones legales si yo no cumplía mi parte: “¡Guardá esos juguetes porque mirá que te los voy a tirar todos!”  Debiera yo, en ese entonces, haber buscado una solución de raíz. Debiera yo haber pedido a mi madre que compre uno de esos cestos donde se pone la ropa sucia como para guardar mis juguetes con facilidad y disponer de ellos de igual manera cuando lo deseara. Sin embargo, parece que ya era peronista desde pequeño y las soluciones de raíz no eran mi fuerte. Así, yo procedía con paliativos. Mi madre quería orden y yo empujaba todos mis juguetes debajo de mi cama. Orden.  Funcionaba debo decir. Funcionaba hasta que un día mi madre echó a los montoneros de la plaza, entró con furia a mi cuarto – furia y una bolsa de consorcio – se arrodilló en el piso, miró debajo de la cama, me miró y comenzó con la masacre que acabó con mi interminable colección de Playmobil. Ya no tenía ni el barco ni la nave. Ni la taberna ni el fuerte. Ni los buenos ni los malos. Ahora sólo tenía el orden.

Siempre es un curso de acción posible: ante las limitaciones espaciales, tire todo. Pero pasa que hay muchísima de esa otra gente: esa gente que nunca tira nada. Los hay por montones. Hay incluso gente, como mi tía, que cada vez que alguien va a tirar algo, se apodera de la cosa y la guarda. O sea, no solamente acumula su basura sino también la ajena. No sé cómo hacen para vencer las restricciones espaciales. Supongo que han de creer en Dios.

De todos modos, yo no quería tirar mis apuntes y libros. Siempre cabía la posibilidad de que fueran necesarios. Afortunadamente, mi casa me ofrecía una solución. Tenía yo, en ese entonces, una baulera. Una gran y sucia baulera. Trasponiendo las barreras del ascensor, que llegaba al piso 15, uno se aventuraba escaleras arriba y con una llave que funcionaba de no muy buena gana, se adentraba uno en este infinito reservorio de cosas. Así, cuando el piso estaba atestado, el cajón lleno y la caja apunto de desfondarse, el esquema explicaba que el paso a seguir era el siguiente: aquello que estaba en el piso pasaría al cajón. El contenido del cajón debía ser trasladado a la caja en el placard. Y, por último, lo que estaba en la caja era cargado a la baulera.  ¡Genial! Las restricciones espaciales habían sido derrotadas. Si yo fuera Maradona, les sugeriría a estas restricciones un curso de acción – pero no quiero ofender al buen gusto. La baulera ofrecía muchísimo espacio, por lo que la lógica se convertía en infalible.


Sí, lo sé. Este es claramente el momento en que empieza mi ocaso. Un héroe trágico en el pico de su alegría. Dije “la lógica es infalible” y aquí yace mi error. ¡La ironía! Hace un tiempo visité la baulera. Las cosas están ahí. Ningún siniestro ha ocurrido: no ha habido robos, inundaciones, incendios, ni las ratas han comido nada. Pero de repente me encontré solo en el silencio sepulcral de la baulera. De pronto apoyé una nueva caja que había traído para guardar y vi lo que era ese lugar. Dejé la caja, levanté la vista, miré alrededor. Entre la soledad y el silencio, vi los distintos espacios destinados a cada departamento para guardar sus cosas. Mi edificio tenía tres departamentos por piso y quince pisos, generando un total de cuarenta y cinco compartimentos. Cuarenta y cinco nichos, porque en realidad me percaté en ese momento de como la baulera era un cementerio en el que todos los vecinos depositábamos nuestras cosas. Las enterrábamos. Estaba yo enterrando cosas en un cementerio. Peor aún. Estaba yo enterrando cosas vivas en un cementerio. Me sobrevino cierto escozor. ¿Por qué alguien dejaría sus pertenencias en ese lugar de desolación? La imagen de todas esas cosas en desuso agonizando en la baulera fue aterradora.

Lámparas, trofeos, estantes, cuadros, electrodomésticos. Todos pidiendo a gritos que se los restituya a sus funciones o que se acabe con su miseria. ¿Cuál es la función de una lámpara sin bombita y con la tulipa ajada en un lugar sin gente? ¿A quién ha de alumbrar? ¿Qué conmemora un trofeo de primer puesto en el torneo regional, si ningún amigo visita y pregunta por la hazaña? ¿Qué le queda a una licuadora llena de polvo y pelusa? ¿Quién ha de interesarse en ella alguna vez? Un lugar entero lleno de cosas que habían sido y ya no eran. De elementos que una vez tuvieron una función y que alguien no quiso tirar.

Ahora, yo entiendo la existencia de gente como mi tía, de esa gente que no tira nada. Pero creo que la pregunta se sostiene: ¿por qué no se han tirado estas cosas? ¿Por qué se somete a una lámpara a no alumbrar nunca más? Se me ocurre ensayar que la respuesta sigue a una de dos cuestiones: o la persona no quiso tirarlos pensando que algún día podría necesitarlos (estimo que este es el caso de mi tía) o, más probable, no quiso cargar con la culpa de la muerte de uno de esos elementos. “¿Cómo voy a tirar esta lámpara? Si tiene más de treinta años y además funciona perfecto”. Claro, no la tire no. ¡Condénela!¡Enciérrela y dígale que ya no ha de brillar!¡Quítele su bombita y anude el cable a la base! Y lo peor de todo, deje esa lámpara guardada en la soledad de una lúgubre baulera. Déjela allí, así se llena de esperanza cada vez que escucha que la llave juguetea en la cerradura. Déjela así le dice a los trofeos: “Seguro que me vienen a sacar de acá. Yo todavía funciono, tengo ese tajo en la tulipa, pero se arregla. Yo estuve en la familia más de treinta años”.


Las bauleras no son un espacio más donde guardamos cosas. Las bauleras son una suerte de confesionario donde intentamos expiar culpas. Buscamos en ellas librarnos de tener que tirar cosas. Guardamos algo en la baulera y no tenemos que enfrentarnos con la muerte de ese objeto. Una baulera es un geriátrico de cosas. 

sábado, 20 de julio de 2013

No hay camino

Me resultó bastante llamativo. Sin darme cuenta, estaba caminando por las cuadras que había caminado siempre otra vez. Y sin embargo, eran todas calles ajenas. Ese Almagro que supe conocer parecía estar bastante cambiado. Empecé a notarlo en una esquina, donde antes había una casa de alfajores y ahora se erige un negocio de telefonía celular. En esa misma esquina, o mejor dicho, en las otras tres esquinas que comparten su condición con esta, ahora no hay nada. Antes se mostraban una confitería, un banco y una casa de ropa. Ahora no hay nada en su lugar, pero el banco, la confitería y la casa de ropa ya no están. Amigos que habían vivido en esas cuadras han buscado otros destinos, también. Se ha construido un enorme templo – sobre el que prefiero que este escrito no haga mayores disquisiciones – que a su vez se ha extendido para desalojar a una casa que estaba tomada. 

En las cuadras siguientes, ha cerrado un restaurante y hay un enorme agujero donde había… ¿qué había? Creo que esa es la cuestión: hay un agujero enorme que pronto será un edificio aún más grande donde antes había algo que ya no está ni estará. Y no es que quiero hacerme el poeta porque no recuerdo lo que había (lo que había era una peluquería, pero antes había habido incluso otra cosa). En la misma cuadra, cerró la confitería que me dio medialunas por unos diez años.  Diez años de medialunas pueden desaparecer por una decisión y una firma en un papel. Se cerrarán cocinas, se descolgaran carteles, se tapiaran puertas y ventanas. Y un día vendrá otra decisión y otro papel, y diez años de medialunas pueden ser una casa de telefonía celular, un gran agujero, un edificio, un ciber. Pero, ¿qué pasa con los diez años de medialunas? ¿A dónde van? ¿A dónde va el panadero que hacía las medialunas? ¿A dónde va el mozo que las servía o el hombre que las empaquetaba? ¿A dónde va la gente?

Ayer yo caminaba por Almagro y mientras veía todos estos cambios, mientras veía como un pool ahora era una juguetería, un nuevo mercado de flores, más agujeros enormes, viendo toda esta nueva fisonomía empecé a pensar que tal vez ya no estaba yo caminando por Almagro. Tal vez era otro barrio el que había decidido instalarse encima de Almagro – acaso a pesar de Almagro – y tapar todo lo que era antes por cosas que son ahora. ¿Habrá, si rascamos las paredes y los pisos un viejo Almagro debajo de todas estas cosas nuevas?

O tal vez pasó otra cosa. Tal vez Almagro encontró la manera de explicarme que las cosas han cambiado. Que las medialunas no se pueden conseguir siempre en el mismo lugar. Que los celulares han vencido a los alfajores. Que los edificios fastuosos y vacíos son mejores que las casas tomadas, aunque estas últimas den vivienda a alguien. Tal vez Almagro me dijo ayer que ya no tengo que ir a caminar por ahí, que ya no soy bienvenido. Tal vez mi barrio me echó o simplemente me dijo que lo nuestro no va más.

Aquí ha de concluir este escrito. Le propongo dos finales, en los próximos dos párrafos. No quiera leer los dos: no se puede comprar los dos; no se puede elegir los dos. En el párrafo siguiente, usted tiene el final feliz, el del vaso medio lleno, y en el próximo, el del vaso medio vacío. Elija su propia aventura. Yo sé cuál es mi final.



Tal vez Almagro me mostró ayer un nuevo camino. Me dijo que diez años de medialunas era lo que necesitaba. Me dijo que era tiempo de crecer, de buscar, de caminar por millones de nuevos lugares. De volver a descubrir. Mi sabio barrio supo marcar el rumbo.



Ayer caminé cuatro de las cuadras más duras de mi vida. ¿Sabe usted cómo darse cuenta de cuando se tendría que haber ido de un lugar? Cuando las caras de alrededor empiezan a ser otras. He sido un mal huésped, mi querido Almagro. No supe retirarme a tiempo. Mis disculpas.

sábado, 22 de junio de 2013

Prohibido girar en U


Te cuento que perdiste. No sé cómo esperabas que fuera a salir esto, pero perdiste. Bah, asumo que esperabas algún otro resultado, porque no creo que alguien se encamine a las cosas esperando la derrota. Pero yo creo que en el fondo sabías. Sinceramente, no podías esperar otra cosa. Perdiste, espero que por lo menos te hayas dado cuenta. Porque no darse cuenta es de esas pocas circunstancias gravemente peores que la derrota en sí. Quien pierde puede, simplemente, reconocerlo, aceptarlo, felicitar al ganador – si es que hay uno – e intentar seguir viaje. Pero no ver la derrota… tenerla delante de los ojos y no reconocerla, es irrevocablemente triste. Por eso, me pareció oportuno avisarte. Perdiste. Cuesta, sí. Pero lo mejor que te queda es agachar la cabeza, cerrar unos instantes los ojos y tratar de asimilarlo. Pasar el mal trago, como quien dice.


Ojo, no te ilusiones. Es una de las más viles mentiras eso de que la vida siempre da revancha. No. No siempre hay revanchas, así como el hecho de que hayas perdido no implica que haya ganadores. Nadie gana, acaso, pero a vos te sigue tocando la derrota. La derrota eterna, dado que no hay revancha. Irreversible. Eso sí es una verdad de la vida: la irreversibilidad. No hay retorno de derrotas como esta. 

viernes, 17 de mayo de 2013

Sobre la muerte y La Muerte

 

Murió Videla, sí. Murió una persona que nunca conocí y cuya imagen, sin embargo, me inspiraba un profundo miedo, rencor, dolor. Una cantidad indescriptible de cosas cada vez que uno se tiene que cruzar con una imagen de la cara de Videla. Peor aún si uno se sienta a leer o escuchar alguna declaración de Videla: si uno se toma el trabajo entiende porqué esa cara le produce todas esas cosas.

Murió Videla. Y lo que me pasa es que no me siento para nada alegre, como me han comentado que se sienten muchos amigos y conocidos. Yo siempre digo que no se festeja la muerte de nadie, y lo pongo como una máxima. Y ahora la muerte de este… de este hombre (me cuesta calificarlo como tal, pero prefiero no calificarlo de otra manera) me muestra por qué no festejo la muerte de nadie: murió una persona a la que incluso en algún otro momento le he deseado la muerte. Y no me alegra. Puedo alegrarme, sí, de que haya sido juzgado (tarde lamentablemente, pero llegó). Puedo alegrarme de que haya ido preso. Pero su muerte no me alegra.

Ojo, no me creo más que nadie: entiendo perfecto a la gente que sí se alegra. Los sentimientos son lo que son y salen como salen. A mí, la muerte de Videla me recuerda todo el mal que le hizo a nuestro país y a tanta gente. A mí, el odio que le tengo a Videla me dice que en algún lugar muy chiquito, este desgraciado nos ha ganado: este tipo sembró muerte, sembró odio, sembró tortura (y esto dejando de lado que sembró pobreza y hambre). Yo creo que el odio que yo le tengo a este tipo es su pequeña victoria sobre mí. Yo creo que si Videla me hubiera conocido, él querría que yo lo odie.

Este texto no intenta mostrar ningún camino a seguir, ni decirle a nadie como debería sentirse. De hecho, es factible que esté lleno de contradicciones. Pero ese es justamente mi sentimiento en este momento: un cúmulo de contradicciones. Porque así como creo que este odio es la victoria de Videla, también debo decir que en mi país las cosas han cambiado: en mi país hay gente que piensa igual que Videla (aunque muchos no se animen a decirlo), y puede que sean muchos, pero son los menos. En mi país, hoy en día, a la gente que hace las cosas que hizo Videla se la juzga. En mi país, los jóvenes están en las calles. En mi país no reina el miedo. Y esa es, a mi manera de verlo, nuestra victoria sobre Videla. Yo no me alegro por su muerte. Me entristezco por todo lo que nos ha hecho. Y me alegraré si el recuerdo de tanto dolor sirve para empujarnos hacia la vida, a creer y a hacer. Si esto es así, lo hemos vencido. Si esto es así, murió La Muerte.

sábado, 11 de mayo de 2013

De días extraños, cementerios y Neil Armstrong


¿Ha sido todo siempre así o ha habido otros tiempos? Hace pocos días le dije a alguien, citando a otro alguien, que los días extraños nos habían alcanzado. Ahora, sumido en la extrañeza, todo es ajeno. Entre tanto extraño es difícil saber cómo son realmente las cosas. En realidad, el miedo es no saber cómo han sido anteriormente. Sufro un horrible temor al pasado. Pavor al pasado. Dolor del pasado. Añoranzas del pasado.

¿Cómo fue que los días extraños nos alcanzaron? ¿Dejamos, acaso, que eso pase? ¿Podríamos, acaso, haberlo evitado?




Todo aquí carece de vida. Un cementerio. Un depósito de muerte. Muertos, llorados por gente con el alma muerta, que llevan flores muertas, arrancadas de la vida. Un desierto enorme. Un soberbio cúmulo de tristeza eterna, pues no tiene retorno. No hay vuelta atrás ni para los muertos, ni las almas que los lloran, ni las pobres flores, victimas diarias de las almas que lloran. Son, las flores, quienes se han llevado la peor parte: son masacradas en su juventud y enfrentadas con la imagen de la tristeza. Son condenadas a agonizar, adornando la muerte. Finalmente marchitan, vencidas por tanta muerte. No hay flores vivas en el cementerio. No hay almas vivas en el cementerio. No hay gente viva en el cementerio. Un cementerio es como la Luna: un desierto eterno. Ni un habitante. Un grave dolor en el pecho. Un lo que pude ser, mas ya no será.

lunes, 22 de abril de 2013

Babel, uno


¿Cómo y por qué llega el escritor a su texto? Hoy por hoy, no sabría decirlo. Yo he llegado a este escrito de la peor manera. Me enfrento a la hoja sin saber que decir. Tal vez lo mejor, entonces, sería quedar callado y no escribir. Pero no solo son impulsos a decir cosas… no solo son impulsos de vida los que llevan a la escritura. Hay impulsos mucho más oscuros. No sé qué decir.

Remember when you were young? You shone like the sun…

Hoy me encontré, de sopetón, con mi pasado. De forma totalmente inesperada y mientras pasaba por Guardia Vieja y Salguero – en un recorrido casi habitual – el pasado agarró una maza y me la partió por la cabeza. Quedé paralizado mirando la ventana de un balcón y un cuarto donde supe pasar grandes momentos de mi juventud. Una ventana que una vez tuvo pegado un pequeño corazón colorado y de un material gelatinoso, con el que yo jugaba en la oscuridad de un cuarto solo alumbrado por el amor adolescente. Yo apretaba el corazón con el índice derecho, mientras mi mano izquierda acariciaba el pelo o espalda de mi compañera.

Traté de sacudirme la imagen de la cabeza con un movimiento rápido y seguir caminando.

Yes, I walk around somehow, but you have killed me.

Pensé que ya habría pasado, mas la imagen del pequeño corazón colorado parece haber vuelto para quedarse. Me veo, una y otra vez, inmóvil en Guardia Vieja y Salguero, con la cabeza partida por un mazazo. Inmóvil, mirando la ventana, mirando al pasado, mirando al amor que ya no es.

Ni el recuerdo los puede salvar, ni el mejor orador conjugar.

Definitivo, como un punto final. Rotundo, como ese “hacé lo que quieras” que te decían tus viejos. Esa frase que te quedaba picando en la cabeza y te hacía saber que, hicieras lo que hicieras, seguro que no iba a ser lo que querías.

Cold as a razor blade, tight as a tourniquet, dry as a funeral drum.

De hecho, me velé en vida en ese momento. Es resto de mi día fu un cuento del mejor realismo mágico de García Márquez o Jorge Amado. Morí ahí y después seguí mi día naturalmente, como para poder volver a morir ahora escribiendo y además poder verme muerto. Verme mirando la ventana, imaginando que todavía tenía pegado un corazón colorado

Now there’s a look in your eyes, like black holes in the sky…

Desconcierto. No puede haber nada peor para alguien tan obsesivo.  La incapacidad de tener control sobre algunas situaciones de la vida es desquiciante. Una incomodidad dual que paraliza y al mismo tiempo obliga a moverse en búsqueda de algo. Y el mazazo. Y el corazón colorado. La ventana. El amor. La espalda. El pasado.

Te diría que estoy muerto, mi amor. Eso es lo que te diría. 

sábado, 20 de abril de 2013

A los 28...


Pareciera que van 28 minutos del segundo tiempo. Pareciera que el otro equipo está más que conforme con el empate. Pareciera digo, porque ¡vaya uno a saber qué pasa por la cabeza de los jugadores del otro equipo! ¡Vaya uno a saber qué hablaron en el vestuario! ¡Vaya uno a saber qué les pidió el técnico! Habría que ver, incluso, si no están jugando motivados por tentadoras ofertas de otros equipos.
Pareciera que van 28 del complementario y el otro equipo se ha cerrado herméticamente. Puedo tocar y tocar en la mitad de la cancha. Puedo mover la pelota de un lado a otro, pasando por mis cuatro volantes, mas será imposible filtrar una bola. Se han abroquelado como un bloque de hormigón. Parecen ser, realmente, impenetrables.

Y van 28 minutos del segundo. Mis jugadores saben que el tiempo apremia. Sabemos que queda poco. Pareciera que el otro equipo también lo sabe y juega, entonces, con nuestra desesperación: nos entrega la tenencia del balón y nos encarga la propuesta creativa. Saben que cualquiera de nuestros intentos se verá frustrado en alguna de sus férreas líneas. Así, descansan tranquilos en nuestra inutilidad; en nuestra inoperancia. Que quede claro: no tenemos el balón por nuestras bondades propias, sino únicamente porque los rivales han decidido que así sea; porque nos lo han entregado.

Mis jugadores miran al banco de suplentes. Miran al banco esperando la salvación. Miran como los niños miran a los padres cuando saben que no pueden con algo y esperan que se los rescate de algún brete. Mis jugadores miran al banco, para encontrarse con el gesto rendido del técnico. Las manos en los bolsillos y la cabeza gacha, este pobre hombre mira, a su vez, a los suplentes y piensa en quién puede entrar ahora que las papas queman. Mira a los suplentes lentamente, uno a uno y esboza una leve sonrisa al llegar al último… No, no no. El último suplente no es Riquelme, Maradona o Messi. No. Llega al último suplente y esboza la sonrisa de quien se sabe derrotado. Entonces vuelve a mirar al campo, a los jugadores que, cual niños, lo siguen esperando y les hace un gesto de “tranquilos muchachos, que hay tiempo”.

La gente también entiende lo que está sucediendo. “¡28 del segundo viejo, tenemos que ganar cueste lo que cueste!” Entonces, desde algún lugar, sacan la fuerza necesaria para hacer lo que deben hacer. Alientan y gritan como si no hubiera mañana. Es que para el hincha no hay mañana. El hincha ya mira el partido sin posibilidades: nada de lo que suceda en el campo depende de él y entonces decide pensar que lo que debe hacer es alentar al equipo con todas sus fuerzas. Y gritan. Y gritan. Queman sus gargantas en cánticos desaforados que parecen llevar al equipo adelante. Parecen.

Una suerte de furia recorre el estadio. Mis jugadores parecen querer sacudirse el letargo, volver a enarbolar sus banderas, romper el tedio. Sin embargo, puede verse en sus rostros, puede escucharse en el latir de sus corazones ese resto de duda. Ese pequeño espacio de sus almas que les recuerda que van 28 minutos del segundo tiempo, que tal vez ya sea demasiado tarde. Ese hueco lleno de miedo que los paraliza y les dice que no tiene sentido avanzar. Nuevamente, la búsqueda guía sus miradas al banco de suplentes. Y nuevamente, “tranquilos, que hay tiempo” de parte del entrenador.

Los jugadores, sin embargo, pueden parecer tontos, pero no lo son. Todo el estadio sabe que el reloj marca 28 minutos del segundo tiempo y que todo está por terminar. Han todos de seguir esperando que se dé un milagro; que un jugador se ilumine. Que alguien frote la lámpara y surja repentinamente la magia que ha sido esquiva durante todo el partido. Pero sin Riquelme, Maradona o Messi, es poco probable que veamos algo de magia. 

lunes, 4 de febrero de 2013

                                                                       Fin

peones hemos de crearlo.
peones han dicho basta. El ajedrez perfecto no existe, pero los
Puede que el rey no lo sepa, pero todo ha de terminar pronto. Los

el rey. Cuando un peón grita basta, los demás peones se abroquelan.
búsqueda, pero nunca obtendrán los resultados pretendidos por 
encontrarlo. Podrán fingir respeto y obediencia. Podrán fingir una 
entenderá. Mientras falte un peón, los demás peones jamás han de
buscar a los demás peones. Pero, el rey no entiende. Acaso nunca 
los campesinos. Pueden, como han hecho, interrogar y hacer
gritarse órdenes. Pueden, los jinetes, quemar aldeas y torturar a
jinetes, alfiles y torres. La reina puede correr y correr. Pueden 
aún. Tal vez sigan creyendo en los esfuerzos represores de sus 
El ajedrez perfecto no existe. El rey y la reina tal vez no lo sepan

irreemplazable.
Un peón. Lento, perezoso. Un peón, insignificante. Un peón,

El ajedrez perfecto no existe

Un peón ha huido y el reino ha quedado paralizado.
Un peón. Un mero peón. Igual a cualquier otro, pero fundamental. 

huido.
corren de un lado a otro. Todos intentan encontrar al peón que ha
apesadumbrado, con su andar cansino y pasos cortos. Los alfiles
El ajedrez perfecto no existe. El rey recorre el palacio,

y juegos.
El reino está convulsionado. Se han suspendido todas las actividades

esfuerzos, en vano.
Nada. En las más altas torres de vigilancia han redoblado los
lograr su cometido. Tomaron prisioneros y quemaron algunas casas.
enviados a buscar información. Han recorrido varias aldeas sin
pero no ha habido caso. Los dos mejores jinetes del reino fueron 
quien reina, sino la intranquilidad. La reina ha intentado consolarlo,
ha ocurrido. Grita. Vocifera. El odio llena su corazón. Ya no es él
En el palacio nada es igual. El rey está furioso. No entiende qué


Que la tortilla se vuelva