viernes, 23 de noviembre de 2012

De barrancos y otros accidentes...


Tengo la lapicera en la mano hace tres canciones. (Contar el tiempo en minutos es un absurdo). Ha ya tres canciones… y estas son mis primeras palabras. Metapalabras, podría decirse. Los augurios para este escrito pueden no ser buenos. Si los padres de este escrito hubieran consultado al oráculo, probablemente lo habrían arrojado por un barranco poco después de nacer (debemos presumir la existencia del oráculo, su capacidad de acierto sobre el futuro y cierta cercanía de su presencia a la de un barranco, claro está).

De todos modos, muchos textos han sido arrojados por barrancos – consulta de por medio al oráculo o no – y no han perecido. ¿Cuándo muere un texto? ¿Es posible detenerlo entre la primera y las doce líneas de gestación? ¿O es, acaso, el texto como tal indestructible?

Piénselo así: tal vez tomar la hoja y hacer un bollo no sirva de nada. El texto sigue ahí. Claro, sin duda nadie más habrá de leerlo. Pero “ahí” no es la hoja. No. El texto sigue en la mente. El texto ha sido escrito, y por tanto pensado; y ha sido leído y, por tanto, interpretado. Cualquiera de estas cuatro acciones bastaría, por si sola, para llenarlo de vida.

No hay, en el mundo, suficientes barrancos. No hay montañas con la suficiente altura para acabar con un texto. Un texto fue pensado, escrito, leído, interpretado. Un texto fue sentido.

Esta hoja, sin ir más lejos, quedará arrumbada en un cuaderno fácilmente olvidable. Sin embargo, no habrá de perecer. Las palabras son eternas

sábado, 17 de noviembre de 2012

El derrotero de la derrota

*he aqui unas breves lineas que nos ha acercado el destino. El destino, tomando la forma de amigo escritor, ha querido empujarnos a salir del letargo. Sonreimos. Sonreimos y le agradecemos. 


El derrotismo nos derrota. No sirve. Debemos encontrar dentro nuestro para vencer al derrotismo. Aquella vez que sabíamos como hacer las cosas, que incluso contagiábamos a otros de ganas de vencer. Y hasta recibíamos las gracias, cuando ni siquiera nos hacían falta para seguir adelante. Buscar dentro nuestro y comparar con el ahora. Ya es conocida la frase que multiplicando los mismos factores vamos a obtener el mismo producto. Es hora ahora, luego de tanto derrotismo, de vencer al derrotismo. De creer en quien tiende una mano. De dejar de regocijarse en el “pobre de mí”, porque si fuera por eso, siempre se puede estar más triste, siempre se puede estar peor. Y puede haber “pobre de mí” de por vida. Pero sabemos que no queremos eso. Entonces, es solo cambiar por una vez los factores, meter sumas, restas, etc. Lo que sea necesario para salir de la modorra del “no se puede” o “no tengo con quién”. Si se tiende una mano hay que apretarla, y fuerte. Porque quizás sea la que nos saque del pozo. Porque si viene de alguien que se preocupa y que nos quiere ver mejor debe ser que valemos la pena. Entonces sí,  venceremos, porque valemos mucho más que mil derrotas.

viernes, 16 de noviembre de 2012

Quedamos los que puedan sonreir...


Los emperadores y los mercaderes seguían, como siempre habían seguido, encerrados en sus mundos. Cubiertos por sus tesoros y protegidos por sus perros. Seguían, como siempre habían seguido, sin importarles el destino de la República – hoy devenida en imperio – tras haber acabado con la resistencia.

Los hombres y las mujeres seguían azorados. Los meses que iban y venían no traían consuelo ni explicaciones. El estupor no solo no los abandonaba, sino que se acrecentaba con cada día, con cada golpe. Los niños ya habían dejado de lado las sonrisas. Ellos sabían que las cosas habían cambiado, pero tal vez aún no comprendían la gravedad de la situación. De una situación que ya no parecía permitir retorno.

Pero, hay que decir, que la resistencia nunca muere. Nunca. Todavía quedaban aquellos viejos que se reunían en rincones ocultos, en antros a conjugar planes y recordar las hazañas de quien era conocido como el último bastión de la – aparentemente caída – resistencia. Los viejos se reunían y recordaban la vida antes del ostracismo impuesto en aquel joven. Que distinto era todo. Los más jóvenes, en el vértigo de la vida, tal vez no lo recordaran, pero que distinto era todo. Un joven podría no recordar si había dejado de ir a los bailes o si los bailes habían dejado de existir. Pero los viejos sí recordaban. Los viejos recuerdan. Los bailes se habían cancelado una noche, de repente.

Los viejos se reunían y hablaban en secreto y por lo bajo, de los tiempos de antes. Hasta que uno se ponía de pie y gritaba, en tono de canto “Vos, dejá nomás que algún chabón chamuye al cuete…” Y otro, con valentía gritaba el nombre de aquel joven, con la fuerza de una lanza que se clava en la carne seca de aquellos que no pueden comprender, de aquellos que están congelados por sus tesoros y apartados por sus perros. “Romáaan!”, gritaba uno de los viejos con más valor y lágrimas en los ojos. Una sonrisa se dibujaba en el rostro de los presentes. Una sonrisa cargada de nostalgia.

En otros lugares del imperio, los mercaderes y los emperadores no sonreían. No. Ellos simplemente podían contar con que sus tesoros y sus perros nunca falten, pero sabiendo, también, que la resistencia nunca muere. Que algún día sería su turno, y que no habría piedad.

lunes, 1 de octubre de 2012

Perdido (siete bravo)



Hay, en el ámbito del futbol, varios tipos de jugadores. No vale la pena pormenorizarlos, ya que esto se convertiría en una disertación sobre ese tema que – por interesante que pudiera resultar – no viene al caso. Pero por cuestiones ilustrativas cabe decir que hay jugadores que pasan el partido corriendo de un lado a otro de la cancha, teniendo poco contacto con el balón; hay los que tienen participaciones escasas pero terriblemente precisas, y son buenos;  hay los que parecen no correr y sin embargo, la bocha los busca (diría Silvio que esos son los imprescindibles).

Claro está que hay jugadores mejores y peores. Cualquiera sea el tipo, si se dedican al deporte profesional, disfrutan inexorablemente de las mieles de su trabajo: sus únicas misiones son correr a diario algunas horas, mantener una dieta balanceada, no descocarse por las noches, jugar a la playstation, hablar de la peor manera posible a la hora de hacer declaraciones y disfrutar de sueldos que tienden a ser superiores a los de cualquier hijo de vecino. Pero, hete aquí  que, al menos una vez a la semana, tienen la misión última de ganar un partido. Si esta misión no es cumplida, nada importa. Sufrirán el odio desaforado de todas las tribunas, de un barrio, de una ciudad, acaso de un país o del mundo.

Mas, es importante en este punto, hacer una disquisición: nunca sufrirá un cinco aguerrido el mismo encono con el que se enfrenta un siete morfón. El wing que no tira el centro atrás es el mayor de los traidores a la patria futbolera. ¡Una plaga sobre su casa!

¿Por qué si el futbol es un deporte de equipos – y nada menos que de once tipos – se da este fenómeno de resquemor tan particular contra unos y no contra otros?

El hincha – que todo lo sabe – tiene muy claro donde ubicar sus expectativas. El dos y el cinco pueden hacer que el equipo no pierda. Pero el hincha sabe que el siete puede hacerlo ganar. Mejor dicho, el siete podría hacerlo ganar, que es aún peor. El hincha, cual lector asiduo de tragedias griegas, conoce el final: es sabido que ese wing no va a dar el pase justo, no va a echar el centro, no. Va a tirar una gambeta larga, un enganche. Intentará encarar y finalmente se enredará con la pelota. Si tiene suerte, la perderá en los pies del defensor rival (de inferior calidad), ganando así la oportunidad para recuperarla y ser un héroe. En el peor de los casos, quedará con la pelota enroscada entre las piernas, con la defensa rival ya acomodada, para volver a empezar.

Escuchará, entonces, los silbidos y la desaprobación de todo un pueblo que, por unos segundos, se vuelve comunista y no puede entender el egoísmo individualista de un soldado propio. Verá a dos o tres compañeros tomarse la cabeza, mostrarle los dientes, abrir los brazos en V marcando un espacio inmediatamente delante de sus cuerpos no ocupado por ningún rival. Será odiado, sí. Y si además el equipo luego pierde, se pedirá que sea colgado en la plaza central o – al menos – su exilio.

El wing morfón tiene todo lo que necesita para alcanzar el triunfo: todas las aptitudes físicas y el talento. Él puede, y lo sabe. Todos lo sabemos. Tal vez sea eso. Tal vez está tan confiado de lo que sabe que puede hacer que se cree mucho más; está tan seguro que intenta sólo contra un batallón rival, que choca contra una muralla enemiga. Se enreda. Y pierde. Y a la jugada siguiente, va de nuevo. Y vuelve a perder. Hasta que finalmente se fastidia y se hace echar.

Cada tanto me miro al espejo, a ver si dios no me tatuó un siete en la espalda y yo no me di cuenta.

viernes, 14 de septiembre de 2012

Ahora (que soy jovencito)


Y no hubo besos, ni vino a casa. Besos no está bien dicho: no hubo un solo beso. No hubo caricias. No hubo suspiros ni sonrisas. Solo hubo desamor. El desamor que se siente en cada ojo que tarda un segundo más en pestañar. El desamor que se siente en la sequedad de la boca, en la lengua que tiene que mojar los labios cada dos palabras. El desamor que ocupa todos los espacios cada vez que los ojos buscan escapar hacia los costados. El que llena el pecho y no deja espacio para que vuelva a entrar el aire ante cada exhalación pronunciada.

El desamor avanza, lento, pero nada perezoso. Avanza como lo hace una hilera de hormigas, en forma sostenida y organizada. Avanza aunque uno intente borrarlo de un manotazo o pegarle un par de pisotones. El desamor hubiera acabado con la línea Maginot en segundos. Imagine usted que clase de resistencia puede haber ofrecido su servidor.

Ahora, puede darse, que en algún momento, el desamor canse. Pero que canse en serio. No como esos momentos en los que se sabe de la presencia del desamor, se la respeta, se la llora y se la acepta y posterior al llanto llega un fulgor renovado que pensamos será eterno, pero se conforma con morir en un nuevo llanto a las pocas horas. No, no ese cansancio. Sino un cansancio más profundo, más íntimo. Una comezón interna que pide enfrentar al desamor. Un joven rebelde interior, que puede saber, en el fuero íntimo, que la lucha está perdida, pero que al mismo tiempo no puede con su condición de joven rebelde y levanta las banderas del romanticismo, las hace flamear y carga, solo, contra tanto desamor.

Allá va. Hemos de mirarlo y desearle suerte. Hemos de vitorearlo y cantar loas en su nombre. Hemos de elogiar su coraje. “Solo, contra tanto desamor, ¿quién pudiera? ¡Que valentía!” Si, hemos de enamorarnos y creer en su causa. Hemos, también, de mostrar la hilacha. Diremos que es una batalla perdida, que deseamos lo mejor, pero sabemos que no hay manera. Diremos que esperábamos su caída, pues nadie puede solo contra tanto desamor. Hemos de agachar la cabeza y caer en la ambigüedad de regodearnos por haber tenido razón y maldecir por haberla tenido.

Pero, quien sabe. Será cuestión de tiempo. Algún día llegará un “Neo” que sepa enarbolar correctamente esas banderas que tenemos esperándolo. Que las lleve a la victoria. Que rompa con nuestras matrices y acabe, de una vez por todas, con tanto desamor. Será cuestión de tiempo.

La hora, juez!

... pero a veces, solo a veces, están esos momentos extraños. Esos momentos donde ella busca cubrirse, donde no dice todo. Y es ahí que deja esos espacios... esos espacios....
Pero yo ya no soy Iniesta. Estoy más cerca de un pochi chavez, que se ve que es un tipo que ha sabido, pero está perdido. Medio atolondrado, ponele...

lunes, 2 de julio de 2012

Aquí también...

Hoy pasé - en distintos momentos del día - por las facultades de Medicina y Ciencias Económicas. En ambas se llevaba a cabo el oloroso ritual de la tirada de huevos y harina posterior a una recibida... a por lo menos ocho recibidas en realidad - o al menos esos eran los estudiantes que llegué a contar desde el colectivo, entre ambos episodios. Pude notar, también, las caras de desagrado de algunos pasajeros y transeúntes que contrastaban, claramente, con mi sonrisa. Cabe aclarar que si bien no comulgo con dicho ritual, tampoco creo en los argumentos en su contra que esgrimen el gasto innecesario de comida y demás. En mi opinión, las caras de desagrado tienen que ver o bien con la repulsión por el acto en sí o con un sentimiento mucho más reaccionario de aquellos a quienes la vida ya no otorgará esas mieles.

Pero no quiero dejarme llevar en una disertación sobre los sentimientos de los viejos. El punto que me trajo a la escritura es uno muy distinto.

Hay, en el día de hoy, al menos ocho nuevos profesionales en nuestro país. Podrá usted decirme que el país no los necesita realmente y que el mercado laboral está atestado de profesionales. Le diré, que si bien puede que usted tenga razón, si su análisis pasó por este punto, usted no ha entendido nada. 

Su cara de asco y repulsión no entendió nada del esfuerzo y los años que dedicó ese joven a ser un profesional. No entendió nada sobre las veces que ese joven soñó con el día en que - en este caso - un médico o un economista le diga "Felicidades, colega". Su análisis tecnocrático sobre las necesidades del mercado no podrá, jamás, entender nada sobre la pasión de una persona que estudia: 

un joven que estudia es un joven que cree. Puede maldecir, insultar, putear por los rincones y decirse una y mil veces que su título no vale o que no tendrá oportunidades, pero de ninguna manera será esto así en su seno. Un joven que estudia tendría que ir con uno de esos carteles celestes gigantes que dice "Aquí también la Nación crece", porque un joven que estudia nos está haciendo un bien a él mismo, a usted y a mi. Nos hace bien a todos.

Dudo que su cara de asco tenga alguna oportunidad enfrentada contra la sonrisa enchastrada de un joven que ha participado del asqueroso y eternamente feliz ritual de haberse recibido.

Hoy nuestro país tiene al menos ocho nuevos profesionales. Sus familias, amigos y colegas lo saludan, abrazan y felicitan. Su país los celebra.

2 de Julio de 2012

martes, 12 de junio de 2012

Se juega como se vive...


La frase dice que “se juega como se vive”. Si la frase es cierta, yo jugaría como la selección de Bielsa. Ojo, no me refiero a bondades en el juego o al más mínimo grado de virtuosismo. No. Yo jugaría como la selección de Bielsa porque vivo a quemarropa. Vivo sin parar un segundo, tratando de desbordar siempre por los costados y con mucho vértigo. Lamentablemente hoy la vida me tiene como cuando el Burrito Ortega tenía que correr y marcar a Roberto Carlos. El burro se volvió loco en ese partido. Y mi vida hoy tiene eso: tiene grandes alegrías, tiene los mejores encuentros con los mejores amigos, muchas sonrisas. Tiene las eliminatorias ganadas de punta a punta. Y tiene, también, las peores tristezas; los mayores desazones: me quedo afuera del mundial habiendo jugado solamente tres partidos y metiendo… ¿qué? ¿tres goles?

Me sobreviene, a diario, el llanto. Maldigo a propios y ajenos y me digo que nunca más voy a jugar como un equipo de Bielsa. No voy a ir a buscar más. De ahora en más, lo único importante son los resultados. Me alineo con el lado más desagradable de mi ser (y de la prensa deportiva) y empiezo a jugar como un equipo de Falcioni: pongo la defensa más férrea que existe y pretendo no dejar que nunca más nadie me haga un gol. El resto no importa. Nada importa. En algún momento voy a tener una jugada aislada, un tiro libre, una distracción ajena y el ansiado uno a cero. Y así voy a jugar siempre y voy a ganar y ser campeón. Voy a tener una vida de éxito y triunfos. Voy a ser un profesional, tener una familia tipo, ser un padre modelo, ser un muerto ejemplar y, por sobretodo, el tipo menos recordado de la historia de la humanidad. Voy a engrosar las estadísticas y se dirá que gracias a mi hay tantos campeonatos en lugar de tantos menos que había antes. Y nadie, pero nadie, ni una sola persona va a recordar una jugada asociada en mi vida, un gol, un día de disfrute…

NO.

¡Yo prefiero quedarme afuera del mundial todos los días! Prefiero no tener futuro en el trabajo, prefiero no armar la familia tipo. Prefiero haber amado y perdido. Prefiero seguir amando y sentir puñales en el alma con cada derrota diaria antes de ir a dormir. Prefiero un siete a uno abajo, pero que mi gol haya sido saliendo desde abajo, con la pelota al pie.

Se juega como se vive. Yo me quedo afuera del mundial, toda la vida.

jueves, 9 de febrero de 2012

Tristes hombres (si no mueren de amores)...


No se cuán novedosas puedan resultar las palabras “mi vida ha dado un vuelco”. Creo que deben ser utilizadas a diario y en varios idiomas. Generalmente deben ser mal utilizadas, pues no ha de haber tantos vuelcos en las vidas de las personas. Dicho esto, e intentando evitar el cliché, diré que ciertos sucesos de los últimos tiempos me habían hecho pensar que estaba cerca de volverme loco.


He llegado al punto en el que he perdido algunos placeres cotidianos a los que, debo reconocer, nunca había dado la importancia suficiente. Por ejemplo, ya no puedo dormir. Ya no puedo, tampoco, recostarme en la cama y pensar en nada. He perdido la capacidad de sostener charlas de ascensor con las personas. De más está decir que se han perdido las sonrisas. Paradójicamente, ya he perdido también el llanto. Hoy día, es más como si después de encoger los hombros y bajar la cabeza, sólo dolor brotara y ya no lágrimas. Esto sería ideal si el dolor fuera un recurso no renovable, pero manejo la hipótesis contraria.


En este derrotero de la pérdida, que creo que sí puede ser común a varias personas, parece no quedar más remedio que la espera. Parece que los cientos de infelices que dicen “todo pasa” o “bueno, seguro que es para bien” tienen razón. Parece, ¡pero que Alá no permita que esto sea cierto! ¿Puede alguien intentar explicar felizmente la idea de que todo pasa? Es terrible, es trágica. Yo, al menos, no quiero que todo pase. No quiero vivir en un mundo así.


(Insértese aquí un párrafo que desarrolle la idea presentada en el anterior sobre lo triste que es pensar que las cosas tienen un curso normal que tiende a sostenerse a pesar de cualquier situación, por irreversible que sea. Un mundo con gente que mantiene “todo pasa” como una verdad, tiene que ser un mundo infeliz)


Lo he meditado algunos días, y me di cuenta de lo verdaderamente triste de la situación. Lejos estoy de estar volviéndome loco. Me estoy volviendo cuerdo.