lunes, 27 de abril de 2009

No es fácil

No es fácil ser yo. Uno podría llegar a pensar que sí, que mi vida es relativamente simple y divertida.... pero no. Mi vida es un cúmulo de dificultades. He llegado a la conclusión de que debería pagarle a alguien para que me siga y me preste consejos. Una persona que me conozca aunque sea mínimamente y me diga "si", "eso no", "tal vez".... alguien que evite mis errores antes que yo los cometa.

No es fácil ser yo. Hasta la semana pasada incluso, creí tener ciertos problemas resueltos.... creí que ciertas cosas ya no importaban y, sin embargo, su nombre volvió a surgir en las conversaciones.... su figura volvió a aparecer entre sueños.

No es fácil ser yo. No es fácil estar todo el tiempo lo suficientemente consciente de los problemas que me aquejan y sus probables soluciones pero sin poder alcanzarlas. No es fácil estar todo el tiempo lo suficientemente inconsciente para evitar pensar en esos problemas. La vida es dura por donde se la mire: los momentos de gloria son ínfimos y las alegrías eternamente pasajeras. No existen verdades, sólo hay una ceguera vil.

No es fácil convivir con dolores todo el tiempo. No se puede. No se debe.
No es fácil escribir estas trilladas líneas.

En mi diccionario, la palabra furia tiene connotaciones positivas. Digo esto porque sé que no es el caso de todos los diccionarios. Yo uso el adjetivo "furioso" para referirme, por ejemplo, a un día que fue muy bueno y en el que pasaron muchas cosas. En fin, anoche fue lo opuesto. Todavía no encontré la palabra exacta, por lo que me referiré a la noche de ayer como "anti-furiosa" o "desfuriosa" (puede usted utilizar el prefijo negativo que prefiera). Anoche no pasó nada... estuve simplemente de muy mal humor y, entonces escribí sobre lo dura que era mi vida (tal vez lo recuerden), sabiendo que el momento era pasajero y, al mismo tiempo, que la escritura lo alivianaría.

Hoy, con más calma, extendí mi análisis (el de mi situación) a mi generación.
No es fácil ser de mi generación. Aunque nadie quiera hacerse cargo, pareciera pesar el mote de "X" que alguien supo darnos. Desconozco el porqué de "generación X", pero asumo que se refiere a dos cuestiones: la tecnología y la apatía.

No es fácil ser de mi generación. Nos tocó tirar los slips cuando teníamos unos 15 años para reemplazarlos por los bóxers. Apenas si pudimos escribir cuatro o cinco cartas y nos apareció el correo electrónico. Nadie completó la colección de muñequitos Jack, pero todos tenemos los Kinder Sorpresa. Los cepillos de dientes de mi generación cambiaron por algo que se parece más a una nave espacial que otra cosa. Hace tiempo que el teléfono no suena en casa, porque ahora tenemos msn y celulares. No usamos mas chinelas, quien lo haría teniendo ojotas?

Mi generación no cree en nada. Como primera medida, si usted es un desconocido, un adolescente lo mirará de costado. No habrá nada que reprocharle, así fuimos educados. Crecimos para descreer. Nuestros padres cargan con nosotros como cruces y nunca nadie trató de entendernos. No recuerdo ya cuantos personajes fueron presidentes de mi país, pero si se que todos me mintieron.

No es fácil ser de mi generación, que lleva a cuestas el miedo de sus padres y abuelos: el miedo de saber cómo termino todo la última vez que alguien quiso mejorar las cosas.
No es fácil ser de mi generación, tan contrariada que ya no cree que alguien una vez soñó con el poder de las flores. No es lindo prender la tele y que ya no esté Tato.

Perdió muchas cosas mi generación. Bueno, perdimos y también nos quitaron. Sí, nos quitaron mucho. La "X" tal vez sea que no saben cómo definirnos. Es lógico, cómo se le explica a un chico que esa música extraña y esos peinados raros que hoy son remera, un día fueron una rebelión?

Si quieren ponerme una "X" a mí no me importa. Seré en ese sentido uno más de mi generación, un apático y, sin embargo, yo siento que todavía me quedan muchas cosas.

Yo todavía busco a la chica más linda del colectivo. Todavía tengo un paquete de velas en el último cajón. Sigo guardando mi plata en una cajita. Ayer aposté una cerveza en un picado entre amigos. Abriendo mi placar hay una boina de mi abuelo. Todavía prendo la tele para ver a Alf. Cata tanto me agarro los cachetes como "mi pobre angelito". Hace unos días compré tres paragüitas y los comí con amigos mirando a Boca. A mí me quedan montones de cosas. Cuando camino por la calle, siempre están ahí las fotos de Luca y el Che.

Dígannos "generación X" y sáquennos todo lo que puedan. Pero un día nos vamos a levantar a la mañana y si llega a coincidir que no hay luz (y entonces no podemos prender las computadoras) y se nos acaba la yerba pa'l mate; ahí tengan cuidado. Porque a los Beatles no nos los van a sacar nunca, y ese día vamos a agarrar unas cuantas guitarras y vamos a salir a la calle a cambiar el mundo. Sí, les juro que un día va a pasar. Se van a enterar que no éramos tan apáticos, que no le teníamos miedo a un par de loquitos fascistas, que quedamos algunos que creemos en el poder de las flores, que estamos cansados de que nos mientan, que nos encantaba ver como el almacenero sacaba las galletitas de la lata. Quédense tranquilos. Un día se van a alinear un par de estrellas y la vamos a romper. Nos falta elegir la canción nomás, pero siendo los Beatles, seguro que no va a haber problema.

sábado, 11 de abril de 2009

Dancin' days (Las lamentaciones de Jeremías)

Soñaba con ella todas las noches. El sueño podía ser distinto, pero siempre aparecía ella. A veces iba por la calle, caminando. Otras, lo amaba. Y unas tantas le repetía que todo había terminado, que ya no tenía sentido. Él despertaba, en cada una de las ocasiones, como si le hubieran robado una parte del alma, con un vacío en el pecho. Entonces, con el pasar de los días, ella dejaba de ser quien había sido, para convertirse en quien ahora sólo aparecía en sueños. Una mujer que ya no formaba parte de la vida real, que no tenía características humanas. Sólo podía ser soñada y era, así, inalcanzable.


Ella esperaba sentada, en la plaza del barrio. Siempre llegaba antes que él. No porque él llegara tarde, sino que ella prefería llegar antes. Sentía una sensación de control sobre las situaciones. No era sólo una sensación: se sabía en control. Él dejaba todo atrás y la buscaba entre los niños que jugaban a la pelota, las mujeres que tomaban sol, y los viejos que se distraían con el ajedrez. Él la buscaba, al menos tres días a la semana en la plaza del barrio, donde ella esperaba con una sonrisa hasta que sus ojos se cruzaban y él se acercaba rápidamente a abrazarla.


Otra noche, y otro despertar tormentoso. Otro sueño. Ella lo besaba y le decía que ese sería el último beso: sus vidas habían tomado caminos separados y lo mejor que podían hacer era seguir adelante. Además, ya habían dado todo lo posible, para qué seguir lastimándose. Él asentía tímidamente, sabiendo que sólo podía bajar la cabeza. La decisión ya estaba tomada y él no era quien para oponerse. En ese segundo en que los sueños nos dejan saber que son sueños, hizo fuerza por despertar, hasta lograrlo. No pudo, esta vez, contener el llanto. Las lágrimas inundaron su vida. Sabía que ya no lo abandonarían.


Otro miércoles de plaza. Ambos se encontraban en otro banco, cerca de un bebedero. Otra vez, los chicos y la pelota. Algunos pájaros cantando el final de la tarde. Una breve caminata y un café. La charla banal, los besos y los abrazos del caso. Plenitud, así podría describirse lo que él sentía. Ella no tenía porque pensar en otra cosa que la noche por venir y el próximo día. El resto era historia.


Esta vez lo despertó el sonido del teléfono. Era increíble cómo, día tras día, cualquier llamada inesperada le traía esperanzas. Corrió, pensando en ella y aterrizó agradeciendo, pero negándose a inscribirse para una cobertura médica. Quiso reír, pero no pudo. Ni siquiera le quedaban esas muecas. Su vida había alcanzado un tono monocorde, del que creía que no saldría.


Cuando la vio sentada en el banco de la plaza ese viernes, todo cambió. Si bien era su barrio, por primera vez en meses caminaba sin pensar en encontrarla. Se ocultó detrás de un árbol. Espero por unos minutos preguntándose qué pasaría. Su mundo se hizo pedazos cuando lo vio llegar. Pero todo cambió. Hay quienes dicen que después de tocar fondo, sólo queda subir. Esta idea tomó un extraño significado en su mente. Su tristeza comenzó a convertirse en odio, en rencor. Y esta vez sí pudo dibujar una mueca en su rostro.

Como todos los domingos, ella llegó diez minutos antes de lo previsto. Buscó un banco alejado de los chicos, pero cerca de una arboleda. Disfrutaba de sentirse bajo un techo protector de ramas y hojas. Pasó el tiempo, y él nunca llegó. Ella esperó, en vano, viendo a los chicos correr de un lado a otro, a los pájaros huir cuando la pelota les pasaba cerca, a los viejos terminar sus partidas y guardar una a una las piezas. Eventualmente, se levantó y se fue. Caminó rápidamente hasta su casa. En dos meses, los días de plaza nunca habían sufrido alteración alguna. Él nunca llegaba tarde – siempre después que ella, pero nunca tarde. Las malas noticias llegaron por teléfono. Hacía dos días que su familia no sabía nada de él.


Ya no la soñaba. No porque los malos días hubieran terminado. No porque el duelo ya estuviera hecho. Simplemente, ya no dormía. En el sótano de su casa, él también esperaba sentado, con un arma en la mano.

“Es mía”, le dijo y le pegó un tiro en la cabeza.

domingo, 5 de abril de 2009

Juan Domingo y el mar

A mediados de su primer presidencia, allá por el año 1949, el General Juan Domingo Perón tomó una decisión acertada – tal vez la única o tal vez una de tantas. Lo importante es que fue esta una de las pocas que no recibió cuestionamiento alguno.
Es sabido que el General realizó parte de su entrenamiento militar en la Italia de Mussolini (de allí algunas de sus políticas de corte nacionalista). Lo que no todos saben es que en Italia donde Perón entendió lo que un país necesitaba para ser desarrollado.


El 23 de octubre, como cierre de la celebración de la semana de la lealtad, nuestro presidente firmó el decreto por el cual importaba parte del Océano Atlántico y lo convertía en Mar Argentino.
Los más ancianos y memoriosos recordarán la fisonomía de nuestro país antes de este grandioso día: un país sin costas, sin playas, sin mar; un país que carecía de desarrollo turístico, de puerto, de exportaciones. Lógicamente, la operación fue un éxito y el general la anunció triunfalmente desde su célebre balcón.


De cualquier modo, se decidió que no se volvería a tocar el tema: la gente actuaría como si nada especial hubiera sucedido el domingo 23 de octubre de 1949. Los libros de historia serían modificados para afirmar que Argentina contaba con una salida al mar desde la separación de la Pangea. Todas estas cuestiones figuraban en el segundo inciso del decreto, bajo pena de muerte para que aquellos que hablaran – nadie fue ejecutado, debido a la gran popularidad de la idea.


Es que, seamos sinceros, ¿quién podría oponerse a tener un mar – una vasta masa uniforme de agua que todo lo puede? El mar avanza y no se detiene. Retrocede sólo cuando así lo desea. Tapa aquello que le desagrada, borra lo que no quiere ver. Ni siquiera las grandes rocas y montañas pueden hacerle frente. El mar iguala: nos moja y cubre a todos. Nos impregna con su sal, nos llena de alegrías o escucha nuestros llantos.


El 23 de octubre, Perón quiso que todos fuéramos iguales. La historia no se lo permitió, sabe Dios, pero lo ha intentado.