sábado, 20 de julio de 2013

No hay camino

Me resultó bastante llamativo. Sin darme cuenta, estaba caminando por las cuadras que había caminado siempre otra vez. Y sin embargo, eran todas calles ajenas. Ese Almagro que supe conocer parecía estar bastante cambiado. Empecé a notarlo en una esquina, donde antes había una casa de alfajores y ahora se erige un negocio de telefonía celular. En esa misma esquina, o mejor dicho, en las otras tres esquinas que comparten su condición con esta, ahora no hay nada. Antes se mostraban una confitería, un banco y una casa de ropa. Ahora no hay nada en su lugar, pero el banco, la confitería y la casa de ropa ya no están. Amigos que habían vivido en esas cuadras han buscado otros destinos, también. Se ha construido un enorme templo – sobre el que prefiero que este escrito no haga mayores disquisiciones – que a su vez se ha extendido para desalojar a una casa que estaba tomada. 

En las cuadras siguientes, ha cerrado un restaurante y hay un enorme agujero donde había… ¿qué había? Creo que esa es la cuestión: hay un agujero enorme que pronto será un edificio aún más grande donde antes había algo que ya no está ni estará. Y no es que quiero hacerme el poeta porque no recuerdo lo que había (lo que había era una peluquería, pero antes había habido incluso otra cosa). En la misma cuadra, cerró la confitería que me dio medialunas por unos diez años.  Diez años de medialunas pueden desaparecer por una decisión y una firma en un papel. Se cerrarán cocinas, se descolgaran carteles, se tapiaran puertas y ventanas. Y un día vendrá otra decisión y otro papel, y diez años de medialunas pueden ser una casa de telefonía celular, un gran agujero, un edificio, un ciber. Pero, ¿qué pasa con los diez años de medialunas? ¿A dónde van? ¿A dónde va el panadero que hacía las medialunas? ¿A dónde va el mozo que las servía o el hombre que las empaquetaba? ¿A dónde va la gente?

Ayer yo caminaba por Almagro y mientras veía todos estos cambios, mientras veía como un pool ahora era una juguetería, un nuevo mercado de flores, más agujeros enormes, viendo toda esta nueva fisonomía empecé a pensar que tal vez ya no estaba yo caminando por Almagro. Tal vez era otro barrio el que había decidido instalarse encima de Almagro – acaso a pesar de Almagro – y tapar todo lo que era antes por cosas que son ahora. ¿Habrá, si rascamos las paredes y los pisos un viejo Almagro debajo de todas estas cosas nuevas?

O tal vez pasó otra cosa. Tal vez Almagro encontró la manera de explicarme que las cosas han cambiado. Que las medialunas no se pueden conseguir siempre en el mismo lugar. Que los celulares han vencido a los alfajores. Que los edificios fastuosos y vacíos son mejores que las casas tomadas, aunque estas últimas den vivienda a alguien. Tal vez Almagro me dijo ayer que ya no tengo que ir a caminar por ahí, que ya no soy bienvenido. Tal vez mi barrio me echó o simplemente me dijo que lo nuestro no va más.

Aquí ha de concluir este escrito. Le propongo dos finales, en los próximos dos párrafos. No quiera leer los dos: no se puede comprar los dos; no se puede elegir los dos. En el párrafo siguiente, usted tiene el final feliz, el del vaso medio lleno, y en el próximo, el del vaso medio vacío. Elija su propia aventura. Yo sé cuál es mi final.



Tal vez Almagro me mostró ayer un nuevo camino. Me dijo que diez años de medialunas era lo que necesitaba. Me dijo que era tiempo de crecer, de buscar, de caminar por millones de nuevos lugares. De volver a descubrir. Mi sabio barrio supo marcar el rumbo.



Ayer caminé cuatro de las cuadras más duras de mi vida. ¿Sabe usted cómo darse cuenta de cuando se tendría que haber ido de un lugar? Cuando las caras de alrededor empiezan a ser otras. He sido un mal huésped, mi querido Almagro. No supe retirarme a tiempo. Mis disculpas.

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